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A priori, una serie protagonizada por un extraterrestre peludo y bajito con pinta de oso hormiguero, cascarrabias, bromista, malhablado y con cierta afición a comer gatos no parece reunir los requisitos necesarios para convertirse en un referente televisivo de su época. Sobre todo si se emite, como creo recordar, dentro de Cajón desastre, los sábados por la mañana.

Y, sin embargo, eso fue lo que ocurrió con Alf, aquel entrañable —aunque no lo fuera— alienígena procedente del desaparecido planeta Melmac que se quedó a vivir con los Tanner después de estrellarse con su nave espacial en el garaje de la familia terrícola. Durante cuatro años fuimos testigos de cómo el bajito extraterrestre perpetraba toda clase de travesuras —su «Era una broma, Willie» es todo un clásico en las disculpas televisivas—, muchas de ellas sin intención, mientras intentaba merendarse a la mascota de la familia y trataba de evitar ser descubierto por agentes del Gobierno o la cotilla vecina de al lado que en España fue bautizada como Raquel Armonía.

Posiblemente hoy, el éxito de ALF sería imposible de repetir, pero, a finales de los 80 arrasaba. Tanto, que todavía hoy su sintonía es una de las más recordadas de la época. Eso y el hecho de que el gato Lucky jamás sabrá la suerte que tuvo.

ALF, Créditos de apertura, 1986-1990.

Ahora que este experimento bloguero se acerca peligrosamente a su final, ha llegado la hora de hacer una pequeña confesión relacionada con Barrio Sésamo, una frustración personal que siempre he llevado conmigo y que, tal vez, este reconocimiento —más o menos— público ayude a mitigar de una vez por todas. Para ello, tenemos que retrotraernos a las primeras emisiones del programa, antes de sus innumerables reposiciones, cuando aún me encontraba en esa temprana edad en la que los límites entre realidad y ficción se encuentran todavía confusos y uno lucha internamente por evitar que terminen de dibujarse.

En ese contexto, una de las habituales canciones con las que concluían la mayor parte de los episodios invitaba a los pequeños espectadores a visitar el barrio para jugar y vivir toda clase de aventuras junto sus conocidos habitantes. Y, en aquellos momentos, con toda mi inocencia soñaba con poder trasladarme hasta la plaza para compartir algún juguete con Espinete o con Don Pimpón. Porque si Ruth y Roberto, que también eran niños de carne y hueso podían, ¿por qué yo no?

Porque, en el fondo, y como ya decía la canción, eso era el Barrio Sésamo. El hogar de la imaginación. Ni más ni menos.

Barrio Sésamo, Todos los del Barrio, c. 1984.

«Algo se muere en el alma
Cuando un amigo se va
Y va dejando una huella
Que no se puede borrar»

El 7 de febrero de 1982, si no he errado en la fecha, millones de españoles asistieron conmocionados a la muerte de Chanquete en el penúltimo episodio de Verano Azul, serie que en su primera emisión había alcanzado el éxito que la ha llevado a ser una de las más repetidas de la historia de la televisión en España hasta la llegada de los canales secundarios de la TDT.

Posiblemente, el del 7 de febrero de 1982 fue el episodio más emotivo de toda la serie. Y el más triste. El que, en unas secuencias inolvidables, convirtió las Sevillanas del Adiós de Los amigos de Ginés en una canción unida para toda la vida a la memoria colectiva de todo un país. Porque la muerte de Chanquete no fue un duro golpe sólo para los protagonistas de la serie, sino que fue sentido como propio por casi todos sus seguidores.

Desde el 7 de febrero de 1982, aquel estribillo —«No te vayas todavía, no te vayas por favor. No te vayas todavía, que hasta la guitarra mía llora cuando dice adiós»—, con toda su carga simbólica, estará siempre ligado a la magistral serie de Antonio Mercero. A la despedida de Chanquete. Y nos seguirá poniendo la piel de gallina cada vez que lo escuchemos. Y que veamos esas secuencias.

Verano Azul, Algo se muere en el alma (Fragmento), 1981.

«Nadie más tiene olfato para dar con el ladrón
O atrapar a un malvado criminal.
Al caso más difícil puede dar la solución,
Pregunta, investiga, es astuto y sagaz.

Es un detective de lo más singular
Sigue cualquier pista, hasta dar en el clavo
Sherlock holmes es el único y genial
Sherlock holmes como él no hay otro igual»

La serie que traigo hoy probablemente es una de las que con más cariño recuerdo, posiblemente porque constituyó mi primer acercamiento al personaje de Sherlock Holmes, a través de un universo animado y poblado por unos entrañables perros antopomorfizados —toda una tendencia en los años 80— que vivían toda clase de trepidantes y fantásticas aventuras.

Las estrellas de esta coproducción italo-japonesa de estilo victoriano con toques de estética steampunk, como los vehículos de vapor en los que se movían los personajes, eran, sin lugar a dudas el espigado e inteligente Sherlock Holmes y su inseparable Watson quienes, con la ayuda de la joven y resuelta señora Hudson, desbarataban un y otra vez los planes del doctor Moriarty y sus patosos secuaces, para desesperación del incompetente inspector Lestrade, incapaz de resolver ningún caso sin la ayuda de nuestro entrañable detective.

Con tan solo 26 episodios y una banda sonora que todavía hoy soy capaz de cantar de memoria, mi devoción por esta serie sobrevivió al descubrimiento del verdadero carácter y personalidad del Sherlock Holmes literario y, sobre todo, a la decepción de descubrir que en sus libros se movía en coche de caballos y no en su extraño vehículo a vapor.

Sólo por haber sobrevivido a esa prueba, Sherlock Holmes se merece el honor de cerrar el apartado de series de animación en esta bitácora.

Pero, por suerte, sus méritos son muchos más. Si alguna vez se la cruzan en la programación, no duden en verla. La disfrutarán.

Sherlock Holmes, Créditos de apertura, 1984-1985.

Durante los años 80, Televisión Española incluyó en su programación vespertina infantil y juvenil una serie de contenidos llegados desde prácticamente todas partes de Europa y que abarcaban desde documentales producidos bajo el paraguas —nunca mejor dicho, porque ese era el logotipo que presentaban— de la UER, hasta producciones rodadas en países del bloque comunista. A finales de la década, incluso, se llegó a emitir un programa contenedor cuya existencia no recordaba y que he redescubierto hace poco, que bajo el título de La linterna mágica buscaba fomentar el interés de los menores por el cine, a través de la emisión de cortometrajes europeos, ya fueran de imagen real o de animación rusa y checoslovaca, documentales de carácter cinematográfico, películas o miniseries.

Fue la época en la que se programaron también series como la alemana Ravioli, la germano-polaca Los niños del molino del valle, la danesa Cuando Lotte se volvió invisible y una, cuyo título soy incapaz de recordar, que narraba las peripecias de un grupo de personas llegados desde el futuro a bordo de un Niva para buscar el cuarto cuaderno escrito por un eminente científico su época —y adolescente en la actual— que contenía la clave para evitar la destrucción del planeta y, casi con total seguridad, se desarrollaba en un país de la Europa del Este.

Pero, quizá, la serie más emblemática de esa época fue La tía de Frankenstein, una coproducción de televisiones de cinco países —entre ellas TVE— emitida dentro de La linterna mágica y que contaba con la presencia de los españoles Sancho Gracia y Mercedes Sampietro. La serie, de apenas siete episodios, narraba las peripecias de un nieto del doctor Frankenstein que recibía la visita de su tía justo cuando trataba de emular los pasos de su abuelo, dando vida a su propia creación.

Los intentos de la tía por cambiar el estilo de su sobrino, ayudada por una serie de personajes sobrenaturales que viven en el castillo, unidos a la obsesión de un aldeano empeñado en detener a los miembros de la familia Frankenstein son los ingredientes para dar el necesario toque de humor absurdo a esta serie de la que apenas recuerdo mucho más que unos cuantos flashes. Pero bastan y sobran para que siga durante muchos años más en la memoria colectiva.

La tía de Frankenstein, Créditos de apertura, 1987.

Si existe una serie que pueda ser reconocida —y casi definida, me atrevería a decir— por una sola frase esa es sin dura Canción triste de Hill Street y el paternal «Tengan cuidado ahí fuera» con el que tras la reunión matinal el sargento Phil Esterhaus despedía a los agentes que se disponían a emprender su jornada laboral patrullando las calles de una ciudad cualquiera del norte de Estados Unidos. Quizá, poco más hay que decir de esta serie, que alcanzó el estatus de mito casi desde el momento de su emisión y que, como tantas otras producciones de aquella década, siempre será recordada también gracias a su inolvidable e inconfundible sintonía y su cabecera de coches en movimiento y tomas aéreas.

Iba a escribir acerca del capitán Furillo, de su pareja, la fiscal Joyce Davenport, interpretada por la actriz luego especializada en dramas para las tardes de los fines de semana en Antena3 Veronica Hamel, y de algunos de los personajes recurrentes —agentes y delincuentes— que pasaban por la comisaría del deprimido barrio en el que se ubicaba la calle Hill. E incluso, del recuerdo más vivo que tengo de la serie —los demás son flashes, puesto que, como con tantas otras, yo era muy pequeño cuando se emitió—, correspondiente a su último capítulo, en el que la comisaría quedaba destruida en un incendio que, miren ustedes por dónde, en mi imaginación infantil que aún desconocía el significado musical de la palabra blues del título, se le antojó el mejor broche final posible para una serie que tenía una música tan triste como emocionante. Porque, una vez extinguido el fuego, pero con los rescoldos aún humeantes los policías de Hill Street continuaban con su labor.

Iba a escribir acerca de todo eso, pero con sólo recordar su comienzo me he dado cuenta de que no hace falta. Sobran las palabras.

Canción triste de Hill Street, Créditos de apertura, 1981-1987.

Si a comienzos de esta aventura bloguera dedicaba una de las primeras entradas sobre Barrio Sésamo a comentar la que probablemente es una de las dos canciones importadas de Estados Unidos que con más cariño recordamos los niños que crecimos con ese programa, hoy, que afrontamos nuestra penúltima cita semanal, no puedo menos que comenzar a despedirme con la otra.

Porque, si Está lloviendo hoy ya parecía una canción mítica, de esas que aún hoy eres capaz de cantar casi al completo —o sin el casi—, la historia de la niña que cada año aprovecha el cumpleaños de su llama para sacarla de paseo por las calles de Nueva York y llevarla al dentista, no es sólo mítica, sino completamente surrealista. E inolvidable. Y, ya se sabe, si a una llama, con esa impresionante dentadura, no le impresiona ir al dentista, mucho menos debían temer los niños de la época.

Son tantas —y tan dispares— las sensaciones que despierta este vídeo que después de verlo, a nadie debe extrañarle que la llama se llame Mari Chari —y no llama, como intentaba engañarnos la canción— y su dueña, a pesar de ser de Nueva York, Margarita.

Barrio Sésamo, Yo y mi llama, c. 1984.

Después de pasar casi un año buceando entre vídeos televisivos de los años 80, he constado la obsesión existente en aquella —e incluso antes— por emplear las pantallas partidas en los créditos iniciales de toda clase de programas. Las de series y, sobre todo, los grandes culebrones estadounidenses son míticas. Pero, aquí, en España, el paradigma es, sin duda, su empleo en la cabecera de una serie que nació con el ambicioso objetivo de conseguir que la sociedad comenzase a respetar a la fauna ibérica y a la naturaleza en general.

Imágenes de lobos, linces ibéricos, águilas, cabras montesas y hasta un jeep cubierto de barro justo en el momento de atravesar un lodazal, en frenética sucesión al ritmo de la música de Antón García Abril —por qué será que este compositor no deja de aparecer por aquí una y otra vez—, están para siempre ligadas al comienzo de El hombre y la tierra, el legado de incalculable valor que nos dejó el malogrado Félix Rodríguez de la Fuente y cuya reposición —muy frecuente en los años 80—, se me antoja siempre necesaria.

Aunque sólo sea por volver su ya mítico comienzo.

El hombre y la tierra, Créditos de apertura, 1974-1980.

«Correcaminos, eres mas veloz que un jet
Pobre Coyote, ya no sabe ni que hacer
Tonto Coyote, tú lo vas a enloquecer
Y en el desierto lo vas a matar de sed»

El Correcaminos siempre fue mi personaje favorito de todos los que poblaban el universo de los Looney Tunes. Su habilidad para escapar de todas las trampas —marca ACME— que le ponía Will E. Coyote y lograr —o no, que tal vez eso era natural— que se volvieran en contra de su perseguidor era algo que siempre me asombró. Por ello, la serie que protagonizaban esta pareja —y que creo recordar que se emitía los jueves a mediodía en la Segunda Cadena allá por la mitad de los años 80— era mi preferida, junto a la que recordaré la próxima semana, y todavía hoy ambas constituyen dos de los recuerdos más entrañables que guardo de aquella época.

Y eso que la estructura de El show del Correcaminos no era nada del otro mundo. Tan sólo dos cortos protagonizados por el veloz pájaro y el desdichado Coyote, separados por otro en el que la estrella era cualquier otro de los personajes clásicos de la Warner Bros., aunque por lo general solían ser Piolín y Silvestre. Pero, para mí, lo verdaderamente importante era descubrir de qué modo iba a ver frustrados sus planes el Coyote.

Con el paso del tiempo mis simpatías han ido cambiando y, aunque estos dos personajes me siguen gustando tanto como antaño, he descubierto que la chulería del Correcaminos —me paro mientras preparas tu trampa, saco la lengua, hago «bip-bip», y sigo corriendo mientras te cae una roca encima, el cartucho de dinamita te estalla en las manos o caes por un precipicio— ya no me cae tan bien y el pobre Coyote comienza a darme tanta pena que deseo con todas mis fuerzas que un día, tan sólo por un día, consiga atrapar al odioso Correcaminos.

Pero eso nunca ocurre y, tal y como decía la inolvidable canción con la que se abría este programa, «ni a base de golpes quiere entender [que] si sigue con sus tontas trampas se va a matar».

El show del Correcaminos, Créditos de apertura, 1966-1968.

Aunque la hora a la que sus notas comenzaban a sonar indicaban que era tiempo ya de estar en la cama, cada vez que escucho la sintonía que acompañaba a las imágenes de la cabecera de Cine Club, no puedo evitar que una multitud de recuerdos cinematográficos se agolpen en mi memoria. Y es que a esas escenas que se intuyen en el fondo de la pantalla mientras en el primer plano comienza a formarse la entrada de que daba acceso a una sesión de cine de verdad seguía precisamente eso. Una auténtica joya del cine clásico que, además, en sus primeros años era glosada por un espectador que daba al espectador algunas de las claves de la cinta que estaba a punto de disfrutar.

Gracias a esa sintonía y luchando contra el sueño, descubrí algunas películas cuyo recuerdo —con posterior revisionado o no— me ha acompañado durante toda mi vida y, estoy convencido, ha sido determinante en el hecho de que más de dos terceras partes de mi videoteca —¿existirá el término deuvedeoteca?— esté compuesta por películas rodadas antes de 1970.

Así que me da igual que pueda ser más de los 90 que de los 80. Si soy sincero, ni me he molestado en confirmar el dato. Porque esa cabecera se merece más que ninguna otra formar parte de esta recopilación de recuerdos. Y hacerlo justo cuando enfila su momento más importante, la recta final. Y porque su cautivadora y sobrecogedora música está compuesta por Nacho Cano. No se puede pedir más.

Cine Club, Cabecera, 1989-2010.

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