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Ahora que este experimento bloguero se acerca peligrosamente a su final, ha llegado la hora de hacer una pequeña confesión relacionada con Barrio Sésamo, una frustración personal que siempre he llevado conmigo y que, tal vez, este reconocimiento —más o menos— público ayude a mitigar de una vez por todas. Para ello, tenemos que retrotraernos a las primeras emisiones del programa, antes de sus innumerables reposiciones, cuando aún me encontraba en esa temprana edad en la que los límites entre realidad y ficción se encuentran todavía confusos y uno lucha internamente por evitar que terminen de dibujarse.

En ese contexto, una de las habituales canciones con las que concluían la mayor parte de los episodios invitaba a los pequeños espectadores a visitar el barrio para jugar y vivir toda clase de aventuras junto sus conocidos habitantes. Y, en aquellos momentos, con toda mi inocencia soñaba con poder trasladarme hasta la plaza para compartir algún juguete con Espinete o con Don Pimpón. Porque si Ruth y Roberto, que también eran niños de carne y hueso podían, ¿por qué yo no?

Porque, en el fondo, y como ya decía la canción, eso era el Barrio Sésamo. El hogar de la imaginación. Ni más ni menos.

Barrio Sésamo, Todos los del Barrio, c. 1984.

«Nadie más tiene olfato para dar con el ladrón
O atrapar a un malvado criminal.
Al caso más difícil puede dar la solución,
Pregunta, investiga, es astuto y sagaz.

Es un detective de lo más singular
Sigue cualquier pista, hasta dar en el clavo
Sherlock holmes es el único y genial
Sherlock holmes como él no hay otro igual»

La serie que traigo hoy probablemente es una de las que con más cariño recuerdo, posiblemente porque constituyó mi primer acercamiento al personaje de Sherlock Holmes, a través de un universo animado y poblado por unos entrañables perros antopomorfizados —toda una tendencia en los años 80— que vivían toda clase de trepidantes y fantásticas aventuras.

Las estrellas de esta coproducción italo-japonesa de estilo victoriano con toques de estética steampunk, como los vehículos de vapor en los que se movían los personajes, eran, sin lugar a dudas el espigado e inteligente Sherlock Holmes y su inseparable Watson quienes, con la ayuda de la joven y resuelta señora Hudson, desbarataban un y otra vez los planes del doctor Moriarty y sus patosos secuaces, para desesperación del incompetente inspector Lestrade, incapaz de resolver ningún caso sin la ayuda de nuestro entrañable detective.

Con tan solo 26 episodios y una banda sonora que todavía hoy soy capaz de cantar de memoria, mi devoción por esta serie sobrevivió al descubrimiento del verdadero carácter y personalidad del Sherlock Holmes literario y, sobre todo, a la decepción de descubrir que en sus libros se movía en coche de caballos y no en su extraño vehículo a vapor.

Sólo por haber sobrevivido a esa prueba, Sherlock Holmes se merece el honor de cerrar el apartado de series de animación en esta bitácora.

Pero, por suerte, sus méritos son muchos más. Si alguna vez se la cruzan en la programación, no duden en verla. La disfrutarán.

Sherlock Holmes, Créditos de apertura, 1984-1985.

Si a comienzos de esta aventura bloguera dedicaba una de las primeras entradas sobre Barrio Sésamo a comentar la que probablemente es una de las dos canciones importadas de Estados Unidos que con más cariño recordamos los niños que crecimos con ese programa, hoy, que afrontamos nuestra penúltima cita semanal, no puedo menos que comenzar a despedirme con la otra.

Porque, si Está lloviendo hoy ya parecía una canción mítica, de esas que aún hoy eres capaz de cantar casi al completo —o sin el casi—, la historia de la niña que cada año aprovecha el cumpleaños de su llama para sacarla de paseo por las calles de Nueva York y llevarla al dentista, no es sólo mítica, sino completamente surrealista. E inolvidable. Y, ya se sabe, si a una llama, con esa impresionante dentadura, no le impresiona ir al dentista, mucho menos debían temer los niños de la época.

Son tantas —y tan dispares— las sensaciones que despierta este vídeo que después de verlo, a nadie debe extrañarle que la llama se llame Mari Chari —y no llama, como intentaba engañarnos la canción— y su dueña, a pesar de ser de Nueva York, Margarita.

Barrio Sésamo, Yo y mi llama, c. 1984.

«Correcaminos, eres mas veloz que un jet
Pobre Coyote, ya no sabe ni que hacer
Tonto Coyote, tú lo vas a enloquecer
Y en el desierto lo vas a matar de sed»

El Correcaminos siempre fue mi personaje favorito de todos los que poblaban el universo de los Looney Tunes. Su habilidad para escapar de todas las trampas —marca ACME— que le ponía Will E. Coyote y lograr —o no, que tal vez eso era natural— que se volvieran en contra de su perseguidor era algo que siempre me asombró. Por ello, la serie que protagonizaban esta pareja —y que creo recordar que se emitía los jueves a mediodía en la Segunda Cadena allá por la mitad de los años 80— era mi preferida, junto a la que recordaré la próxima semana, y todavía hoy ambas constituyen dos de los recuerdos más entrañables que guardo de aquella época.

Y eso que la estructura de El show del Correcaminos no era nada del otro mundo. Tan sólo dos cortos protagonizados por el veloz pájaro y el desdichado Coyote, separados por otro en el que la estrella era cualquier otro de los personajes clásicos de la Warner Bros., aunque por lo general solían ser Piolín y Silvestre. Pero, para mí, lo verdaderamente importante era descubrir de qué modo iba a ver frustrados sus planes el Coyote.

Con el paso del tiempo mis simpatías han ido cambiando y, aunque estos dos personajes me siguen gustando tanto como antaño, he descubierto que la chulería del Correcaminos —me paro mientras preparas tu trampa, saco la lengua, hago «bip-bip», y sigo corriendo mientras te cae una roca encima, el cartucho de dinamita te estalla en las manos o caes por un precipicio— ya no me cae tan bien y el pobre Coyote comienza a darme tanta pena que deseo con todas mis fuerzas que un día, tan sólo por un día, consiga atrapar al odioso Correcaminos.

Pero eso nunca ocurre y, tal y como decía la inolvidable canción con la que se abría este programa, «ni a base de golpes quiere entender [que] si sigue con sus tontas trampas se va a matar».

El show del Correcaminos, Créditos de apertura, 1966-1968.

Creo que ya lo he dejado caer en más de una ocasión, pero nunca me cansaré de repetir que, si bien existen varios personajes de Barrio Sésamo que aspiran a hacerse con el segundo lugar en la clasificación del más entrañable, el primer puesto, junto con el de más abnegado, a pesar de que todo le salía siempre al revés, es, sin duda, para Coco.

Aunque sus desventuras le acompañan con independencia de su personalidad, nunca me parecieron tan sangrantes como cuando ejercía de Supercoco, quizá el antihéroe por excelencia. Como aquella vez que decidió ayudar a la pequeña Julia Romero, una niña que vivía en la ciudad de Jauja —de lo creíbles que eran los nombres no voy a hablar, al menos hoy—, a quien se le había roto la bolsa mientras volvía de la compra, con nefastas consecuencias para su persona. Como siempre.

Como todas las intervenciones de este héroe de capa púrpura y yelmo de armadura, su aparición viene precedida por dos interrogantes —«¿Es un pájaro? ¿Es un avión?»— y una constatación decepcionante: «No, es Supercoco». Y es que por regla general sus intervenciones, con un accidentado aterrizaje incluido, solían acabar siendo desastrosas. Algo de lo que no se libra en esta desventura en la que, gracias a su supercerebro, ayudó a la pequeña Julia Romero a solucionar su problema con la bolsa del supermercado. A costa, eso sí, de quedarse él con el problema de no saber dónde guardar todos sus cachivaches. Y es que sus superideas casi nunca eran geniales.

Nefastas consecuencias. Como siempre.

Barrio Sésamo, Supercoco, c. 1984.

¿Es posible ser una especie de híbrido entre humano y robot, algo así como un Robocop humanizado, y a la vez ser el policía más patoso del planeta? Por suerte para quienes crecimos en los años 80, la respuesta es que sí.

Tengo que confesar que he tenido la fuerte tentación de no añadir nada más —salvo el vídeo— al párrafo que abre esta entrada. Me parece que no hay nada que pueda escribir y que defina mejor el espíritu del Inspector Gadget, aquel detective torpe y despistado, pero equipado con todo tipo de cachivaches —los gadgets que tanto nos gusta asociar con la tecnología actual—, la mayoría de los cuales salían de su sombrero y le permitían desarrollar su trabajo que siempre llegaba a buen puerto gracias a la inestimable ayuda de su sobrina Sophie —armada con su inseparable libro ordenador, quizá un primitivo iPad— y su fiel e inteligente perro Sultán.

Las transformaciones de su furgoneta en un impresionante deportivo, el Jefe Gotier sufriendo las consecuencias de los mensajes autodestructivos que entregaba a Gadget, el malvado Doctor Gang acariciando a su gato y huyendo enfadado al final de cada historia o los consejos de seguridad con los que acababan todos los episodios, junto a frases tan míticas como «¡Adelante gadgetocópteroen la voz del inconfundible Jordi Estadella, son imágenes que nunca olvidaremos.

Como el francés inventado con el que, casi con total seguridad, todos cantamos alguna vez su inolvidable sintonía: «(Go go) Gadget à main / (Flash) Gadget au chapeau / (Hey ho) Gadget au poing / (Oh la) Elastico-Gadget».

El Inspector Gadget, Créditos de apertura, 1983-86.

No quiero finalizar esta experiencia nostálgica sin volver a recordar a uno de los personajes más entrañables de todos los que habitaban Barrio Sésamo. Y es que no hay nadie que pueda resistirse a la hilarante ternura que desprende el desmemoriado Juan Olvido, intentando recordar en una canción cómo conoció a su querida Clementina.

Y es que, aunque haya olvidado todos los detalles, Juan Olvido siempre recordará no sólo aquel día sin par en que nació su hermosa amistad con Clementina, sino su nombre. Y eso, junto a su siempre eterno «lo había olvidado», lo han convertido en un personaje tan adorable que siempre estará en mi memoria. Aunque también yo olvide las letras de sus canciones de vez en cuando.

O quién sabe si precisamente por eso.

Barrio Sésamo, Cómo olvidar aquel día sin par, 1984.

Durante un buen rato he barajado titular esta entrada «El niño que conducía el bólido de la Pantera Rosa», pero finalmente consideré que era un spoiler demasiado explícito, aunque sólo lo fuera de la secuencia inicial de este espacio de dibujos animados protagonizado por el personaje que surgió de los créditos de la película homónima y se consagró en esta serie en la que vivía toda clase de desventuras, puesto que la identidad del conductor del futurista deportivo que recoge a la exquisita e indolente —al menos esa imagen es la que siempre me transmitió— Pantera Rosa y al Inspector Clouseau se conoce justo cuando llegan al teatro en el que se proyecta su particular show.

Iba a escribir, también, que sólo recordaba las secuencias iniciales y finales de la serie, gracias al coche o al hecho de que, al terminar la función, el joven chófer arranca cuando solo tiene como pasajero al Inspector y la desdichada Pantera, que si no había sufrido poco a lo largo de las historietas del capítulo, se ve obligada a salir corriendo tras su propio automóvil. Iba a escribir, por tanto, que sólo recordaba esas imágenes y, por supuesto, su pegadiza y marchosa melodía —nada que ver con el tema de la Pantera Rosa original, de Henry Mancini, y que se repetía machaconamente en todas las historietas, y que también es magnífico, ojo—, pero seguramente mentiría.

Porque, aunque es probable que no recuerde el argumento completo de ni una sola de las historias que aparecían en los capítulos de esta serie, hay imágenes como la de una desesperada Pantera intentando pintar de rosa todo lo que una misteriosa y puñetera mancha verde pintaba de ese color o la de la desdichada protagonista convertida en una esponjosa e ingrávida bola de pelo rosa tras salir de una lavadora en la que no recuerdo muy bien por qué cayó son inolvidables.

Y después de recordarlas, toca tararear la canción de su show. Una y otra vez. Como si no hubiera un mañana.

El show de la Pantera Rosa, Créditos de apertura y cierre, 1969-1972.

En la mente de todos los que fuimos niños de los 80, el nombre de Epi suele ir ligado indisolublemente al de Blas, así que el vídeo con el que vamos a despedir a estos personajes es casi una auténtica rareza, no sólo porque Epi aparezca sin intentar sacar de sus casillas a su paciente compañero de piso, sino porque, además, intenta un imposible: conseguir que Triki, el inolvidable monstruo de las galletas, renuncie a su comida favorita por una sosa y aburrida zanahoria. Un intento que, por supuesto, acaba con nefastas consecuencias para el bueno de Epi.

Paradójicamente, dicen por ahí, con la llegada del nuevo siglo y la dictadura del correctismo político, Triki ha abrazado la dieta sana y se dedica a ilustrar a los niños acerca de los beneficios de comer frutas y verduras. Aunque coincido en que enseñar a los niños que es necesario mantener una alimentación variada y saludable debe formar parte de su educación, me parece que creer que se dedicarán a comer únicamente galletas porque un monstruo de peluche azul lo hace es subestimar demasiado su inteligencia. La de los niños y la de Triki.

Y, si no lo creen, ya verán cómo acabó el pobre Epi.

Barrio Sésamo, Epi, Triki y las zanahorias, c. 1984.

Un grupo de osos antropomorfizados que, en plena Edad Media, convive con todo tipo de criaturas mitológicas —dragones, troles y similares— y se dedica a luchar contra un duque que gobierna de forma tiránica la región en la que viven, ayudados por unos pocos seres humanos que conocen su existencia era el extraño punto de partida de Los osos Gummi, una de las pocas series de la factoría Disney anterior a la llegada del Club Disney que logro recordar.

Tal vez porque, al igual que los cómics protagonizados por Astérix y Obélix, apelaban a una lucha épica y desigual que siempre acababa decantándose a favor de los —en principio— más débiles gracias a una misteriosa poción que, si en el caso de los galos era la que elaboraba el druida Panorámix y les daba una fuerza sobrehumana, en el de los osos de Disney se trataba de su famoso jugo de gummibayas, un brebaje secreto elaborado a partir de toda clase de bayas silvestres y que convertían a estos osos en una especie de pelotas saltarinas vivientes.

Aunque, quizá, su pegadiza sintonía —un elemento que se repite con la práctica totalidad de estos recuerdos— y la existencia de unos caramelitos de colores, a imitación de las gummibayas, que venían en unos tubos de plástico que traían grabada la imagen de alguno de los personajes de la serie y el sombrero correspondiente como tapa, hayan contribuido a mantener vivo el recuerdo de una serie que, mucho me temo, no ha pasado a la historia con tanta popularidad como, por ejemplo, Pato Aventuras. Programa, por cierto, del que, me temo, no voy a tener tiempo de hablar aquí.

En esta ocasión, no puedo asegurar que el doblaje del vídeo que se acompaña sea con el que se emitió originalmente la serie en España —circula por ahí otra versión de la que sí estoy seguro de que no es—, ya que, aunque la letra de la canción coincide con mi memoria, en mis recuerdos los osos eran Gummi, pronunciado con «u», y no Gommi. Pero no pondría la mano en el fuego por ninguna de las dos posibilidades, que ya se sabe que la memoria es tan traicionera como saltarines los osos Gummi después de pomar un poco de su jugo de gummibayas.

Los osos Gummi, Créditos de apertura, 1985-1991.

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