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Ahora que este experimento bloguero se acerca peligrosamente a su final, ha llegado la hora de hacer una pequeña confesión relacionada con Barrio Sésamo, una frustración personal que siempre he llevado conmigo y que, tal vez, este reconocimiento —más o menos— público ayude a mitigar de una vez por todas. Para ello, tenemos que retrotraernos a las primeras emisiones del programa, antes de sus innumerables reposiciones, cuando aún me encontraba en esa temprana edad en la que los límites entre realidad y ficción se encuentran todavía confusos y uno lucha internamente por evitar que terminen de dibujarse.

En ese contexto, una de las habituales canciones con las que concluían la mayor parte de los episodios invitaba a los pequeños espectadores a visitar el barrio para jugar y vivir toda clase de aventuras junto sus conocidos habitantes. Y, en aquellos momentos, con toda mi inocencia soñaba con poder trasladarme hasta la plaza para compartir algún juguete con Espinete o con Don Pimpón. Porque si Ruth y Roberto, que también eran niños de carne y hueso podían, ¿por qué yo no?

Porque, en el fondo, y como ya decía la canción, eso era el Barrio Sésamo. El hogar de la imaginación. Ni más ni menos.

Barrio Sésamo, Todos los del Barrio, c. 1984.

Si a comienzos de esta aventura bloguera dedicaba una de las primeras entradas sobre Barrio Sésamo a comentar la que probablemente es una de las dos canciones importadas de Estados Unidos que con más cariño recordamos los niños que crecimos con ese programa, hoy, que afrontamos nuestra penúltima cita semanal, no puedo menos que comenzar a despedirme con la otra.

Porque, si Está lloviendo hoy ya parecía una canción mítica, de esas que aún hoy eres capaz de cantar casi al completo —o sin el casi—, la historia de la niña que cada año aprovecha el cumpleaños de su llama para sacarla de paseo por las calles de Nueva York y llevarla al dentista, no es sólo mítica, sino completamente surrealista. E inolvidable. Y, ya se sabe, si a una llama, con esa impresionante dentadura, no le impresiona ir al dentista, mucho menos debían temer los niños de la época.

Son tantas —y tan dispares— las sensaciones que despierta este vídeo que después de verlo, a nadie debe extrañarle que la llama se llame Mari Chari —y no llama, como intentaba engañarnos la canción— y su dueña, a pesar de ser de Nueva York, Margarita.

Barrio Sésamo, Yo y mi llama, c. 1984.

Creo que ya lo he dejado caer en más de una ocasión, pero nunca me cansaré de repetir que, si bien existen varios personajes de Barrio Sésamo que aspiran a hacerse con el segundo lugar en la clasificación del más entrañable, el primer puesto, junto con el de más abnegado, a pesar de que todo le salía siempre al revés, es, sin duda, para Coco.

Aunque sus desventuras le acompañan con independencia de su personalidad, nunca me parecieron tan sangrantes como cuando ejercía de Supercoco, quizá el antihéroe por excelencia. Como aquella vez que decidió ayudar a la pequeña Julia Romero, una niña que vivía en la ciudad de Jauja —de lo creíbles que eran los nombres no voy a hablar, al menos hoy—, a quien se le había roto la bolsa mientras volvía de la compra, con nefastas consecuencias para su persona. Como siempre.

Como todas las intervenciones de este héroe de capa púrpura y yelmo de armadura, su aparición viene precedida por dos interrogantes —«¿Es un pájaro? ¿Es un avión?»— y una constatación decepcionante: «No, es Supercoco». Y es que por regla general sus intervenciones, con un accidentado aterrizaje incluido, solían acabar siendo desastrosas. Algo de lo que no se libra en esta desventura en la que, gracias a su supercerebro, ayudó a la pequeña Julia Romero a solucionar su problema con la bolsa del supermercado. A costa, eso sí, de quedarse él con el problema de no saber dónde guardar todos sus cachivaches. Y es que sus superideas casi nunca eran geniales.

Nefastas consecuencias. Como siempre.

Barrio Sésamo, Supercoco, c. 1984.

No quiero finalizar esta experiencia nostálgica sin volver a recordar a uno de los personajes más entrañables de todos los que habitaban Barrio Sésamo. Y es que no hay nadie que pueda resistirse a la hilarante ternura que desprende el desmemoriado Juan Olvido, intentando recordar en una canción cómo conoció a su querida Clementina.

Y es que, aunque haya olvidado todos los detalles, Juan Olvido siempre recordará no sólo aquel día sin par en que nació su hermosa amistad con Clementina, sino su nombre. Y eso, junto a su siempre eterno «lo había olvidado», lo han convertido en un personaje tan adorable que siempre estará en mi memoria. Aunque también yo olvide las letras de sus canciones de vez en cuando.

O quién sabe si precisamente por eso.

Barrio Sésamo, Cómo olvidar aquel día sin par, 1984.

En la mente de todos los que fuimos niños de los 80, el nombre de Epi suele ir ligado indisolublemente al de Blas, así que el vídeo con el que vamos a despedir a estos personajes es casi una auténtica rareza, no sólo porque Epi aparezca sin intentar sacar de sus casillas a su paciente compañero de piso, sino porque, además, intenta un imposible: conseguir que Triki, el inolvidable monstruo de las galletas, renuncie a su comida favorita por una sosa y aburrida zanahoria. Un intento que, por supuesto, acaba con nefastas consecuencias para el bueno de Epi.

Paradójicamente, dicen por ahí, con la llegada del nuevo siglo y la dictadura del correctismo político, Triki ha abrazado la dieta sana y se dedica a ilustrar a los niños acerca de los beneficios de comer frutas y verduras. Aunque coincido en que enseñar a los niños que es necesario mantener una alimentación variada y saludable debe formar parte de su educación, me parece que creer que se dedicarán a comer únicamente galletas porque un monstruo de peluche azul lo hace es subestimar demasiado su inteligencia. La de los niños y la de Triki.

Y, si no lo creen, ya verán cómo acabó el pobre Epi.

Barrio Sésamo, Epi, Triki y las zanahorias, c. 1984.

Aprovechando que hoy es Día de Reyes, quería hacerles una regalito especial en forma de otro de los muchos momentos de Barrio Sésamo que se han quedado grabados en mi memoria. Se trata del día en el que la rana Gustavo, el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo, acudía a entrevistar a un conocido compositor que tenía serios problemas para encontrar una palabra para nombrar la pluma que llevaba Johnny en su gorro mientras viajaba a la ciudad montado en su poni. Por suerte, la rana estaba allí para sugerirle el nombre perfecto: Macarroni. Y, claro está, todas las alternativas posibles —y a cada cual más disparatada— para que la rima no resultante no fuese un completo sinsentido.

Sin embargo, como en otros muchos casos, resulta materialmente imposible encontrar este fragmento. Al menos, en español, porque en inglés es otra cosa. Y se entiende a la perfección. Simplemente basta con cambiar Johnny por Yankee Doodle, que el poni y Macarroni siguen camino de la ciudad.

A veces no puedo dejar de pensar que, quizá, estas absurdas entrevistas de Gustavo —no olvidemos al científico que, por ejemplo, descubría una nueva especie animal de largas orejas y nariz arrugada que bautizaba como el gran cuchi cuchi y resultaba ser un simple conejo— sí que influyeron en el nacimiento de mi vocación periodística. Y, claro está, me entra el miedo.

Sesame Street, Don Music writes ‘Yankee Doodle’, c. 1978.

Prácticamente todos los que fuimos espectadores de Barrio Sésamo en los años 80, hoy nos sentiremos identificados con el vecindario que describía esta canción protagonizada por unos cuantos muppets anónimos, en el que todos sus habitantes eran amigos de la solista, que aprovechaba la canción para enseñarnos los oficios habituales que se pueden encontrar en un típico barrio de ciudad. Un barrio en el que todos sus vecinos eran conocidos y se podía salir a la calle a jugar sin ningún temor. Justo como la mayor parte de los barrios de los años 80. O, al menos, como el de mi infancia.

Por lo demás, este vídeo no tiene mayor historia —ni excusa— que la de hacer constar que la niña que interpreta la canción era la misma que otro día, junto a sus vecinos, se disponía a ver un desfile de bandas de música mientras se comía un chupachup de un rojo intenso. El problema era que cada una de las bandas aparecía por un extremo de la calle y tocando una marcha diferente. Al grito de «Un momento, un momento, que vienen por ahí», alertaba del problema, para resolverlo al hacer que ambas formaciones marchasen en el mismo sentido y tocaran la misma canción.

Una solución de sentido común para un vídeo mítico e ilocalizable. Lástima, porque prefiero el caso concreto a la idealización de un barrio neoyorquino que, ni era así, ni nunca lo será.

Barrio Sésamo, En mi barrio estoy, c. 1984.

Capaz de vender cepillos de dientes a una rana, correr los cien metros lisos una y otra vez para enseñar la diferencia entre cerca y lejos o de escalar una montaña para mostrar cómo funciona el eco, no hay duda de que Coco era el personaje más esforzado de todos los teleñecos que habitaban Barrio Sésamo. Incluso en aquellos momentos en que nada le salía bien. Como aquel día que trabajó como cartero que cantaba telegramas.

Pero, conociendo sus andanzas como camarero o en el salvaje oeste, intentando montar a la mítica Jaca Paca saltando desde un segundo piso, está claro que el desastre se veía venir.

Barrio Sésamo, Coco el cartero, c. 1984.

En más de una ocasión ya hemos tenido la oportunidad de rememorar algunas de las surrealistas y accidentadas entrevistas que, a través de la que probablemente fuera una de las primeras pantallas gigantes de la televisión española —si no la primera— hacía la señorita Linda Mirada a toda clase de personajes en El programa de Linda Mirada. Sin embargo, me atrevería a decir que ninguna de ellas fue tan instructiva como aquella en la que el entrañable Monstruo de las Galletas aprovechó que vivía en una mansión fabricada con ese alimento para enseñar a los niños la forma de varios tipos de figuras geométricas.

Eso, por no mencionar que nunca habíamos visto a Triki tan comedido ante un montón de galletas. Hasta que ocurre lo que tenía que ocurrir, claro está.

Barrio Sésamo, Linda Mirada entrevista a Triki, c. 1984.

Pepe Sonrisas era uno de esos eternos secundarios que poblaban los vídeos de los Teleñecos en Barrio Sésamo. Su papel era el de interpretar al encorbatado e histriónico presentador de televisión que lo mismo daba paso a la rana Gustavo, que presentaba un talk show —que en aquella época, en España, se llamaría debate— que toda clase de concursos destinados a inculcar a los niños toda clase de enseñanzas. Como aquel en el que otros personajes habituales intentaban averiguar la identidad de un invitado oculto a través de una serie de preguntas, con desastrosas consecuencias, como solía ser habitual.

Sin embargo, su papel siempre fue tan gris y desagradecido que he sido incapaz de encontrar ni una sola de sus apariciones doblada al español. Pero como no podía cerrar esta bitácora sin dedicar un merecido homenaje a Pepe Sonrisas, les dejo con una entrega original de Mystery Guest que, al menos, nos vendrá muy bien para practicar nuestro siempre problemático inglés.

Sesame Street, Mystery Guest, c. 1978.

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