Ahora que este experimento bloguero se acerca peligrosamente a su final, ha llegado la hora de hacer una pequeña confesión relacionada con Barrio Sésamo, una frustración personal que siempre he llevado conmigo y que, tal vez, este reconocimiento —más o menos— público ayude a mitigar de una vez por todas. Para ello, tenemos que retrotraernos a las primeras emisiones del programa, antes de sus innumerables reposiciones, cuando aún me encontraba en esa temprana edad en la que los límites entre realidad y ficción se encuentran todavía confusos y uno lucha internamente por evitar que terminen de dibujarse.
En ese contexto, una de las habituales canciones con las que concluían la mayor parte de los episodios invitaba a los pequeños espectadores a visitar el barrio para jugar y vivir toda clase de aventuras junto sus conocidos habitantes. Y, en aquellos momentos, con toda mi inocencia soñaba con poder trasladarme hasta la plaza para compartir algún juguete con Espinete o con Don Pimpón. Porque si Ruth y Roberto, que también eran niños de carne y hueso podían, ¿por qué yo no?
Porque, en el fondo, y como ya decía la canción, eso era el Barrio Sésamo. El hogar de la imaginación. Ni más ni menos.
Barrio Sésamo, Todos los del Barrio, c. 1984.