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«Nadie más tiene olfato para dar con el ladrón
O atrapar a un malvado criminal.
Al caso más difícil puede dar la solución,
Pregunta, investiga, es astuto y sagaz.

Es un detective de lo más singular
Sigue cualquier pista, hasta dar en el clavo
Sherlock holmes es el único y genial
Sherlock holmes como él no hay otro igual»

La serie que traigo hoy probablemente es una de las que con más cariño recuerdo, posiblemente porque constituyó mi primer acercamiento al personaje de Sherlock Holmes, a través de un universo animado y poblado por unos entrañables perros antopomorfizados —toda una tendencia en los años 80— que vivían toda clase de trepidantes y fantásticas aventuras.

Las estrellas de esta coproducción italo-japonesa de estilo victoriano con toques de estética steampunk, como los vehículos de vapor en los que se movían los personajes, eran, sin lugar a dudas el espigado e inteligente Sherlock Holmes y su inseparable Watson quienes, con la ayuda de la joven y resuelta señora Hudson, desbarataban un y otra vez los planes del doctor Moriarty y sus patosos secuaces, para desesperación del incompetente inspector Lestrade, incapaz de resolver ningún caso sin la ayuda de nuestro entrañable detective.

Con tan solo 26 episodios y una banda sonora que todavía hoy soy capaz de cantar de memoria, mi devoción por esta serie sobrevivió al descubrimiento del verdadero carácter y personalidad del Sherlock Holmes literario y, sobre todo, a la decepción de descubrir que en sus libros se movía en coche de caballos y no en su extraño vehículo a vapor.

Sólo por haber sobrevivido a esa prueba, Sherlock Holmes se merece el honor de cerrar el apartado de series de animación en esta bitácora.

Pero, por suerte, sus méritos son muchos más. Si alguna vez se la cruzan en la programación, no duden en verla. La disfrutarán.

Sherlock Holmes, Créditos de apertura, 1984-1985.

«Correcaminos, eres mas veloz que un jet
Pobre Coyote, ya no sabe ni que hacer
Tonto Coyote, tú lo vas a enloquecer
Y en el desierto lo vas a matar de sed»

El Correcaminos siempre fue mi personaje favorito de todos los que poblaban el universo de los Looney Tunes. Su habilidad para escapar de todas las trampas —marca ACME— que le ponía Will E. Coyote y lograr —o no, que tal vez eso era natural— que se volvieran en contra de su perseguidor era algo que siempre me asombró. Por ello, la serie que protagonizaban esta pareja —y que creo recordar que se emitía los jueves a mediodía en la Segunda Cadena allá por la mitad de los años 80— era mi preferida, junto a la que recordaré la próxima semana, y todavía hoy ambas constituyen dos de los recuerdos más entrañables que guardo de aquella época.

Y eso que la estructura de El show del Correcaminos no era nada del otro mundo. Tan sólo dos cortos protagonizados por el veloz pájaro y el desdichado Coyote, separados por otro en el que la estrella era cualquier otro de los personajes clásicos de la Warner Bros., aunque por lo general solían ser Piolín y Silvestre. Pero, para mí, lo verdaderamente importante era descubrir de qué modo iba a ver frustrados sus planes el Coyote.

Con el paso del tiempo mis simpatías han ido cambiando y, aunque estos dos personajes me siguen gustando tanto como antaño, he descubierto que la chulería del Correcaminos —me paro mientras preparas tu trampa, saco la lengua, hago «bip-bip», y sigo corriendo mientras te cae una roca encima, el cartucho de dinamita te estalla en las manos o caes por un precipicio— ya no me cae tan bien y el pobre Coyote comienza a darme tanta pena que deseo con todas mis fuerzas que un día, tan sólo por un día, consiga atrapar al odioso Correcaminos.

Pero eso nunca ocurre y, tal y como decía la inolvidable canción con la que se abría este programa, «ni a base de golpes quiere entender [que] si sigue con sus tontas trampas se va a matar».

El show del Correcaminos, Créditos de apertura, 1966-1968.

¿Es posible ser una especie de híbrido entre humano y robot, algo así como un Robocop humanizado, y a la vez ser el policía más patoso del planeta? Por suerte para quienes crecimos en los años 80, la respuesta es que sí.

Tengo que confesar que he tenido la fuerte tentación de no añadir nada más —salvo el vídeo— al párrafo que abre esta entrada. Me parece que no hay nada que pueda escribir y que defina mejor el espíritu del Inspector Gadget, aquel detective torpe y despistado, pero equipado con todo tipo de cachivaches —los gadgets que tanto nos gusta asociar con la tecnología actual—, la mayoría de los cuales salían de su sombrero y le permitían desarrollar su trabajo que siempre llegaba a buen puerto gracias a la inestimable ayuda de su sobrina Sophie —armada con su inseparable libro ordenador, quizá un primitivo iPad— y su fiel e inteligente perro Sultán.

Las transformaciones de su furgoneta en un impresionante deportivo, el Jefe Gotier sufriendo las consecuencias de los mensajes autodestructivos que entregaba a Gadget, el malvado Doctor Gang acariciando a su gato y huyendo enfadado al final de cada historia o los consejos de seguridad con los que acababan todos los episodios, junto a frases tan míticas como «¡Adelante gadgetocópteroen la voz del inconfundible Jordi Estadella, son imágenes que nunca olvidaremos.

Como el francés inventado con el que, casi con total seguridad, todos cantamos alguna vez su inolvidable sintonía: «(Go go) Gadget à main / (Flash) Gadget au chapeau / (Hey ho) Gadget au poing / (Oh la) Elastico-Gadget».

El Inspector Gadget, Créditos de apertura, 1983-86.

Durante un buen rato he barajado titular esta entrada «El niño que conducía el bólido de la Pantera Rosa», pero finalmente consideré que era un spoiler demasiado explícito, aunque sólo lo fuera de la secuencia inicial de este espacio de dibujos animados protagonizado por el personaje que surgió de los créditos de la película homónima y se consagró en esta serie en la que vivía toda clase de desventuras, puesto que la identidad del conductor del futurista deportivo que recoge a la exquisita e indolente —al menos esa imagen es la que siempre me transmitió— Pantera Rosa y al Inspector Clouseau se conoce justo cuando llegan al teatro en el que se proyecta su particular show.

Iba a escribir, también, que sólo recordaba las secuencias iniciales y finales de la serie, gracias al coche o al hecho de que, al terminar la función, el joven chófer arranca cuando solo tiene como pasajero al Inspector y la desdichada Pantera, que si no había sufrido poco a lo largo de las historietas del capítulo, se ve obligada a salir corriendo tras su propio automóvil. Iba a escribir, por tanto, que sólo recordaba esas imágenes y, por supuesto, su pegadiza y marchosa melodía —nada que ver con el tema de la Pantera Rosa original, de Henry Mancini, y que se repetía machaconamente en todas las historietas, y que también es magnífico, ojo—, pero seguramente mentiría.

Porque, aunque es probable que no recuerde el argumento completo de ni una sola de las historias que aparecían en los capítulos de esta serie, hay imágenes como la de una desesperada Pantera intentando pintar de rosa todo lo que una misteriosa y puñetera mancha verde pintaba de ese color o la de la desdichada protagonista convertida en una esponjosa e ingrávida bola de pelo rosa tras salir de una lavadora en la que no recuerdo muy bien por qué cayó son inolvidables.

Y después de recordarlas, toca tararear la canción de su show. Una y otra vez. Como si no hubiera un mañana.

El show de la Pantera Rosa, Créditos de apertura y cierre, 1969-1972.

Un grupo de osos antropomorfizados que, en plena Edad Media, convive con todo tipo de criaturas mitológicas —dragones, troles y similares— y se dedica a luchar contra un duque que gobierna de forma tiránica la región en la que viven, ayudados por unos pocos seres humanos que conocen su existencia era el extraño punto de partida de Los osos Gummi, una de las pocas series de la factoría Disney anterior a la llegada del Club Disney que logro recordar.

Tal vez porque, al igual que los cómics protagonizados por Astérix y Obélix, apelaban a una lucha épica y desigual que siempre acababa decantándose a favor de los —en principio— más débiles gracias a una misteriosa poción que, si en el caso de los galos era la que elaboraba el druida Panorámix y les daba una fuerza sobrehumana, en el de los osos de Disney se trataba de su famoso jugo de gummibayas, un brebaje secreto elaborado a partir de toda clase de bayas silvestres y que convertían a estos osos en una especie de pelotas saltarinas vivientes.

Aunque, quizá, su pegadiza sintonía —un elemento que se repite con la práctica totalidad de estos recuerdos— y la existencia de unos caramelitos de colores, a imitación de las gummibayas, que venían en unos tubos de plástico que traían grabada la imagen de alguno de los personajes de la serie y el sombrero correspondiente como tapa, hayan contribuido a mantener vivo el recuerdo de una serie que, mucho me temo, no ha pasado a la historia con tanta popularidad como, por ejemplo, Pato Aventuras. Programa, por cierto, del que, me temo, no voy a tener tiempo de hablar aquí.

En esta ocasión, no puedo asegurar que el doblaje del vídeo que se acompaña sea con el que se emitió originalmente la serie en España —circula por ahí otra versión de la que sí estoy seguro de que no es—, ya que, aunque la letra de la canción coincide con mi memoria, en mis recuerdos los osos eran Gummi, pronunciado con «u», y no Gommi. Pero no pondría la mano en el fuego por ninguna de las dos posibilidades, que ya se sabe que la memoria es tan traicionera como saltarines los osos Gummi después de pomar un poco de su jugo de gummibayas.

Los osos Gummi, Créditos de apertura, 1985-1991.

A lo largo de los últimos meses he traído hasta aquí muchos de los míticos personajes de dibujos animados de la factoría Hanna-Barbera que, pese a haber sido dos o tres décadas antes, gozaron de gran popularidad hasta bien entrados los años 80. Esta aventura bloguera se acaba y veo que se no voy a tener tiempo suficiente para hablar de algunas de esas míticas series que, en poco más de cinco minutos narraban las aventuras de todo tipo de personajes.

Así que, de la misma forma que las cadenas de televisión unían varias historias en un programa contenedor, hoy voy a aprovechar para recordar a tres personajes —que en realidad son cinco— que no quiero que se me queden en el tintero. El primero de ellos es el lagarto Juancho, un antropomorfizado caimán de Florida que, siguiendo la estela del oso Yogui o el gorila Maguila, no deja de meterse en líos cada vez que intenta escaparse del zoológico en el que vive, cosa que intenta en cada capítulo de la serie.

Leoncio y Tristón son los protagonistas de la segunda serie de hoy, que narra las desventuras de un voluntarioso y poco afortunado león, acompañado de una pesimista hiena que no deja de repetir «¡Oh, cielos, qué horror!», cada vez que sus alocados planes se ven frustrados, algo que ocurría varias veces por episodio.

Y cerramos el repaso, quizá, con la serie más extraña de todas, ya que no está protagonizada por animales, sino por auténticos humanos. Se trata del Show de Abbott y Costello, un producto que, tal y como su propio nombre indica, trasladaba las humorísticas desventuras de este popular dúo cómico al universo animado de Hanna-Barbera.

Curiosamente, de todos los productos de esta factoría que se emitieron durante aquellos años, el protagonizado por Abbott y Costello —junto con las aventuras de Leoncio y Tristón— es la serie de la que conservo un recuerdo mucho más desdibujado, algo que no me ocurre con Juancho. Posiblemente, este hecho ha contribuido a que se haya fijado en mi memoria como un personaje bastante insoportable. Igual que Maguila, Pepe Pótamo o la Tortuga D’Artagnan, sin ir mucho más lejos.

Leoncio el león y Tristón, Créditos de apertura, 1962-1963.

Apenas tenía cuatro años cuando se emitió, así que me van a perdonar que guarde un recuerdo extremadamente vago de esta serie cuyo título completo ignoraba hasta hace unos cuantos años —¡La de dolores de cabeza que me produjo esa ignorancia a la hora de completar uno de los juegos de Los Icos!—. Y es que para mí —como para casi toda España, supongo—, siempre fueron los dibujos de Naranjito.

Una serie que no destacaba por su calidad —y eso que estaba coproducida por B.R.B.— en la que la extraña pero entrañable mascota del Mundial 82 vivía toda clase de aventuras acompañado de su novia Clementina y un extraño robot llamado Imarchi Pinchadiscos —según la Wikipedia, Parchi, según mis vagos recuerdos infantiles— que, como su propio nombre indica, se dedicaba a tragar discos y reproducir imágenes en una pantalla de televisión que tenía en lo que en un ser humano vendría a ser el tronco, además de por un limón cuyo nombre no viene al caso ni a mi memoria.

O, al menos, todo eso es lo que creo recordar.

Fútbol en acción, Créditos de apertura, 1982.

«La vida es así (la vida es así)
Llena de encantos y de emoción
Es un bosque, un río, lluvia viento y sol
Es el vuelo de una paloma
Es el el canto de un ruiseñor
Una flor que se abre en el centro de tu corazón»

Habiendo estudiado no una, sino dos carreras de letras, todavía hoy no logro explicarme por qué siempre me gustó mucho más Érase una vez la vida, una de las muchas coproducciones internacionales en las que participó Televisión Española, que su predecesora, enfocada en mostrar los avances de la humanidad a lo largo de su historia.

Quizá esa mayor querencia por esta serie se debe a la peculiar forma con la que mostraba «la fabulosa historia del cuerpo humano», convirtiéndolo en una suerte de ecosistema que imitaba a una sociedad en la que cada uno de los personajes que ya conocíamos por las series anteriores desempeñaba una función determinada y eso me resultaba fascinante. O, quizá, porque la repitieron tantas veces que uno, como si se tratase de Verano azul, acabó cogiéndole cariño.

Porque de lo que casi estoy seguro es que no fue a causa de los chicles Dubble Bubble y su álbum de cromos, ya que, como me ocurriera con el de La almibarada aldea del Arce, nunca lo pude terminar.

También estoy casi seguro de que los linfocitos B que aparecían en esta serie, junto a sus futuristas naves espaciales, sirvieron de inspiración a los creativos que desarrollaron las primeras campañas del Equipo Actimel para Danone. Pero, parafraseando una vez más a Michael Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

Érase una vez la vida, Créditos de apertura, 1986.

Llamándose Pierre Nodoyuna está más que claro que el protagonista de esta disparatada serie inspirada en la película La carrera del siglo no iba a lograr alzarse con la victoria, a pesar de sabotear de todas las formas inimaginables los vehículos de sus competidores junto a su perro Patán. Igual que el pobre —es un decir— Coyote, Nodoyuna emplea toda clase de tácticas para intentar echar de la carrera a sus perseguidores, consiguiendo únicamente quedar él fuera de combate, cuando lo más probable es que hubiese ganado sin necesidad de recurrir a ningún tipo de ardid.

Gracias a eso, personajes como Penélope Glamour, Luke el granjero y el Oso Miedoso o el Barón Hans Fritz, junto a míticos vehículos como el El Súper Chatarra Special, el Alambique Veloz, el Troncoswagen o el propio Súper Ferrari Especial de Nodoyuna forman desde hace años parte de nuestra memoria colectiva. Y a mucha honra.

Los autos locos, Créditos de apertura, 1968-1970.

Posiblemente, comenzar cada capítulo de una serie de dibujos animados con una especie de clase de Historia medieval de Castilla —y siempre la misma historia—, no es la mejor idea para atraer y enganchar al público infantil a ese producto audiovisual. Y, sin embargo, tengo que reconocer que esa repetitiva introducción histórica es una de las dos únicas cosas que recuerdo claramente de Ruy, el pequeño Cid, una serie que pretendía acercarnos a la supuesta infancia del futuro héroe castellano y que se me antoja emitida a mediodía, en una época en la que los colegios aún tenían horario de mañana y tarde y, entre uno y otro, nos marchábamos a casa a comer.

Paradójicamente, el otro recuerdo nítido que guardo de esta serie no trata sobre ningún sucedido de la presunta infancia de Rodrigo Díaz de Vivar —si su nombre era Rodrigo, ¿por qué demonios lo llamaban Ruy?—, a la postre objeto de la serie, sino la canción que amenizaba sus créditos finales. Principio y fin, pero nada en medio. Pues igual resulta que la infancia del pequeño Cid tampoco era tan interesante.

Eso sí, como ya advertí hace unos años, vuelvo a dejar claro que no. Que yo recuerde, de pequeño nadie me llamaba así.

Ruy, el pequeño Cid, Créditos de apertura, 1980.

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