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A priori, una serie protagonizada por un extraterrestre peludo y bajito con pinta de oso hormiguero, cascarrabias, bromista, malhablado y con cierta afición a comer gatos no parece reunir los requisitos necesarios para convertirse en un referente televisivo de su época. Sobre todo si se emite, como creo recordar, dentro de Cajón desastre, los sábados por la mañana.

Y, sin embargo, eso fue lo que ocurrió con Alf, aquel entrañable —aunque no lo fuera— alienígena procedente del desaparecido planeta Melmac que se quedó a vivir con los Tanner después de estrellarse con su nave espacial en el garaje de la familia terrícola. Durante cuatro años fuimos testigos de cómo el bajito extraterrestre perpetraba toda clase de travesuras —su «Era una broma, Willie» es todo un clásico en las disculpas televisivas—, muchas de ellas sin intención, mientras intentaba merendarse a la mascota de la familia y trataba de evitar ser descubierto por agentes del Gobierno o la cotilla vecina de al lado que en España fue bautizada como Raquel Armonía.

Posiblemente hoy, el éxito de ALF sería imposible de repetir, pero, a finales de los 80 arrasaba. Tanto, que todavía hoy su sintonía es una de las más recordadas de la época. Eso y el hecho de que el gato Lucky jamás sabrá la suerte que tuvo.

ALF, Créditos de apertura, 1986-1990.

«Algo se muere en el alma
Cuando un amigo se va
Y va dejando una huella
Que no se puede borrar»

El 7 de febrero de 1982, si no he errado en la fecha, millones de españoles asistieron conmocionados a la muerte de Chanquete en el penúltimo episodio de Verano Azul, serie que en su primera emisión había alcanzado el éxito que la ha llevado a ser una de las más repetidas de la historia de la televisión en España hasta la llegada de los canales secundarios de la TDT.

Posiblemente, el del 7 de febrero de 1982 fue el episodio más emotivo de toda la serie. Y el más triste. El que, en unas secuencias inolvidables, convirtió las Sevillanas del Adiós de Los amigos de Ginés en una canción unida para toda la vida a la memoria colectiva de todo un país. Porque la muerte de Chanquete no fue un duro golpe sólo para los protagonistas de la serie, sino que fue sentido como propio por casi todos sus seguidores.

Desde el 7 de febrero de 1982, aquel estribillo —«No te vayas todavía, no te vayas por favor. No te vayas todavía, que hasta la guitarra mía llora cuando dice adiós»—, con toda su carga simbólica, estará siempre ligado a la magistral serie de Antonio Mercero. A la despedida de Chanquete. Y nos seguirá poniendo la piel de gallina cada vez que lo escuchemos. Y que veamos esas secuencias.

Verano Azul, Algo se muere en el alma (Fragmento), 1981.

Durante los años 80, Televisión Española incluyó en su programación vespertina infantil y juvenil una serie de contenidos llegados desde prácticamente todas partes de Europa y que abarcaban desde documentales producidos bajo el paraguas —nunca mejor dicho, porque ese era el logotipo que presentaban— de la UER, hasta producciones rodadas en países del bloque comunista. A finales de la década, incluso, se llegó a emitir un programa contenedor cuya existencia no recordaba y que he redescubierto hace poco, que bajo el título de La linterna mágica buscaba fomentar el interés de los menores por el cine, a través de la emisión de cortometrajes europeos, ya fueran de imagen real o de animación rusa y checoslovaca, documentales de carácter cinematográfico, películas o miniseries.

Fue la época en la que se programaron también series como la alemana Ravioli, la germano-polaca Los niños del molino del valle, la danesa Cuando Lotte se volvió invisible y una, cuyo título soy incapaz de recordar, que narraba las peripecias de un grupo de personas llegados desde el futuro a bordo de un Niva para buscar el cuarto cuaderno escrito por un eminente científico su época —y adolescente en la actual— que contenía la clave para evitar la destrucción del planeta y, casi con total seguridad, se desarrollaba en un país de la Europa del Este.

Pero, quizá, la serie más emblemática de esa época fue La tía de Frankenstein, una coproducción de televisiones de cinco países —entre ellas TVE— emitida dentro de La linterna mágica y que contaba con la presencia de los españoles Sancho Gracia y Mercedes Sampietro. La serie, de apenas siete episodios, narraba las peripecias de un nieto del doctor Frankenstein que recibía la visita de su tía justo cuando trataba de emular los pasos de su abuelo, dando vida a su propia creación.

Los intentos de la tía por cambiar el estilo de su sobrino, ayudada por una serie de personajes sobrenaturales que viven en el castillo, unidos a la obsesión de un aldeano empeñado en detener a los miembros de la familia Frankenstein son los ingredientes para dar el necesario toque de humor absurdo a esta serie de la que apenas recuerdo mucho más que unos cuantos flashes. Pero bastan y sobran para que siga durante muchos años más en la memoria colectiva.

La tía de Frankenstein, Créditos de apertura, 1987.

Si existe una serie que pueda ser reconocida —y casi definida, me atrevería a decir— por una sola frase esa es sin dura Canción triste de Hill Street y el paternal «Tengan cuidado ahí fuera» con el que tras la reunión matinal el sargento Phil Esterhaus despedía a los agentes que se disponían a emprender su jornada laboral patrullando las calles de una ciudad cualquiera del norte de Estados Unidos. Quizá, poco más hay que decir de esta serie, que alcanzó el estatus de mito casi desde el momento de su emisión y que, como tantas otras producciones de aquella década, siempre será recordada también gracias a su inolvidable e inconfundible sintonía y su cabecera de coches en movimiento y tomas aéreas.

Iba a escribir acerca del capitán Furillo, de su pareja, la fiscal Joyce Davenport, interpretada por la actriz luego especializada en dramas para las tardes de los fines de semana en Antena3 Veronica Hamel, y de algunos de los personajes recurrentes —agentes y delincuentes— que pasaban por la comisaría del deprimido barrio en el que se ubicaba la calle Hill. E incluso, del recuerdo más vivo que tengo de la serie —los demás son flashes, puesto que, como con tantas otras, yo era muy pequeño cuando se emitió—, correspondiente a su último capítulo, en el que la comisaría quedaba destruida en un incendio que, miren ustedes por dónde, en mi imaginación infantil que aún desconocía el significado musical de la palabra blues del título, se le antojó el mejor broche final posible para una serie que tenía una música tan triste como emocionante. Porque, una vez extinguido el fuego, pero con los rescoldos aún humeantes los policías de Hill Street continuaban con su labor.

Iba a escribir acerca de todo eso, pero con sólo recordar su comienzo me he dado cuenta de que no hace falta. Sobran las palabras.

Canción triste de Hill Street, Créditos de apertura, 1981-1987.

Recuerdo un monólogo de Manolo Vieira de aquella época en la que nadie más hacía monólogos, en el que, hablando de los detectives de las series de televisión, aseguraba que si alguna vez se encontraba con Jessica Fletcher en una guagua se bajaba en la siguiente parada, porque aquella adorable viuda escritora de novelas de misterio era gafe. Dondequiera que iba, aparecía un muerto.

Y no le faltaba razón. Al menos, es normal que los inspectores de homicidios, agentes del FBI o, hasta cierto punto, los detectives privados que protagonizan series de televisión se relacionen con cadáveres fruto de muertes violentas en su vida diaria. Pero eso no es —o debería ser— lo habitual para una escritora que vive en la (no tan) tranquila y ficticia localidad de Cabot Cove. Por eso —y supongo que para no esquilmar demasiado la población de esa villa pesquera de la costa de Maine—, en bastantes episodios seguíamos las aventuras de la señora Fletcher por distintas ciudades de los Estados Unidos donde, casualmente, asesinaban a alguien y a ella no le quedaba más remedio que resolver el crimen, para desesperación de los casi siempre ineptos policías encargados del caso y, por supuesto, del culpable.

Pese a todo, esta serie se mantuvo durante doce temporadas en el aire sin apenas cambiar su estructura, más allá de sustituir la vieja máquina de escribir en la que la protagonista escribía sus historias en los créditos iniciales por un moderno conjunto de ordenador personal e impresora y de trasladar la residencia de la escritora a Nueva York durante las últimas temporadas, decisión tal vez tomada ante el temor de estar a punto de terminar con todos los vecinos de Cabot Cove.

Y, sin embargo, el recuerdo que nos ha dejado la señora Fletcher, con su halo de abuelita ingenua capaz de asestarte una puñalada verbal por la espalda a poco que te descuides, es tan entrañable como machacona su también inolvidable sintonía.

Se ha escrito un crimen, Créditos de apertura, 1984-1996.

Si series como Dallas o Dinastía sirvieron para descubrir a los españolitos de los 80 las miserias de las grandes familias petroleras estadounidenses, nuestra protagonista de hoy se convirtió en un auténtico fenómeno de masas en España —no así en Estados Unidos— al trasladar esas intrigas al ficticio y vinícola valle de Tuscany de la siempre más glamurosa California.

Sí, allí era donde se desarrollaban las intrigas que tenían como protagonistas a los Channing y los Gioberti, dos ramas del mismo clan familiar al frente del cual se encontraba Ángela Channing, una pérfida matriarca que gobernaba con pulso firme el destino de las bodegas de Falcon Crest.

Su fiel mayordomo Chao-Li, su malvado y ambicioso sobrino Richard —que luego resultaría no ser su sobrino—, los problemas que le causaba su díscolo nieto Lanceforjador del mito sexual de Lorenzo Lamas—, las discusiones con sus hijas, el eterno enfrentamiento con los cándidos Chase y Maggie Gioberti o con Melissa Agretti, mujer de su nieto y otra de sus archienemigas, o la presencia de un halcón en el patio de la casa son, sin duda, algunos de los elementos que todavía hoy recordamos de Falcon Crest.

Al igual que la evocadora sintonía que animaba unos créditos en los que no podían faltar las inevitables tomas aéreas tan características de estas series que seguían la limusina de Ángela Channing mientras atravesaba el Golden Gate y recorría el valle hasta llegar a la mansión victoriana, los globos aerostáticos y la presentación de los principales personajes de la serie –que alcanzaba su máximo exponente en la media vuelta de Susan Sullivan—, cerrada siempre por la eterna presencia del halcón que daba nombre a la finca.

Sí, Falcon Crest fue un éxito en España. Pero es que, a pesar de retratar la vida diaria de un auténtico nido de víboras, destilaba glamour –con hombreras y lentejuelas, vale, pero glamour al fin y al cabo— por los cuatro costados.

Falcon Crest, Créditos de apertura, 1981-1990.

Las series que emitía Televisión Española los sábados por la tarde constituyen uno de los recuerdos televisivos y personales más vivos que guardo de los años 80. Los protagonistas de V, El coche fantástico, El Equipo A, pero, sobre todo, MacGyver eran personajes que todos los niños de la época soñábamos con ser.

Porque éramos incapaces de imaginar nada mejor que ser una especie de aventurero habilidoso que recorría el mundo haciendo el bien por cuenta y obra de la opaca Fundación Phoenix —que, vista con ojos actuales, suena tan siniestra como la Fundación para la Ley y el Orden que daba trabajo a Michael Knight—, conducía un Jeep descapotable y vivía en una casa flotante. Pero lo que realmente molaba de MacGyver —además de su frondosa melena rubia que, todavía hoy, mantiene a Patty y Selma Bouvier enamoradas de Richard Dean Anderson— era su asombrosa capacidad para salir de todo tipo de situaciones comprometidas recurriendo únicamente a su ingenio, su inseparable navaja suiza —ya me gustaría ver cómo la pasaría hoy por los controles de seguridad de los aeropuertos—, un poco de cinta americana y tres tonterías que tuviese a mano. Daba igual que intentara escapar de un campamento de los etarras de Sendero Luminoso, que de una central nuclear en alerta máxima y gobernada por un ordenador que se había vuelto loco e intentaba matar a nuestro héroe y a la ingeniera que lo programó ahogándolos en residuos radioactivos o enviando un ejército de robots a aniquilarlos, que él era capaz de crear una bomba con un clip y un chicle usado para provocar una explosión que abriese cerraduras inexpugnables o, simplemente, distrajera a los malos y le permitiera huir.

Porque, eso sí, pese a vivir toda clase de aventuras que ponían una y otra vez su vida en peligro y aunque ya en aquella época quisieran hacernos creer lo contrario, MacGyver jamás empuñó un arma de fuego. Al menos, en el sentido que se considera convencional —porque sí podía desmontarlas y usar una de sus piezas como llave inglesa, por ejemplo— y, al igual que el resto de protagonistas de estas series épicas que nos embelesaban, soy incapaz de recordar un capítulo en el que matara a una sola persona, aunque fuese por accidente.

Ni siquiera llegó a usarla en aquel capítulo en el que era secuestrado y lo sometían a una terapia de hipnosis y lavado de cerebro para que asesinase a —creo recordar— un importante político de un país africano cuando, en medio de su discurso, dijera aquella frase —«desde el fondo de mi corazón, les saludo»— que luego quedó marcada a fuego en nuestra memoria, o al menos en la de mi hermano y en la mía.

Ni mucho menos intentó matar a la torpe Penny Parker, una aspirante a actriz sin suerte que no dejaba de estar en el lugar equivocado en el momento menos oportuno y meterse en líos en los que después acababa enredando a MacGyver. Quizá, si lo hubiera hecho nos habríamos ahorrado la carrera posterior de Teri Hatcher y en algo habríamos salido ganando.

Sin embargo, como ya he dicho en alguna ocasión, el paso del tiempo dulcifica nuestros recuerdos y al final resulta que no es oro todo lo que reluce. Ni siquiera los trucos que, fruto de su ingenio, salvaban a nuestro héroe en dos o tres ocasiones por episodio. Porque aunque en aquella época nos los vendieran como ajustados a la física y, por tanto, completamente verosímiles, tuvieron que llegar los Cazadores de Mitos —quizá los macgyvers inversos de esta época— para demostrar lo que ya sospechábamos: que la mayoría eran fruto de las calenturientas mentes de los guionistas. Porque, por mucho MacGyver que seas, es imposible fabricar una bomba con un clip y un chicle mascado y pretender que funcione.

Al final, resultó que MacGyver también era un ídolo con pies de barro y acabó siendo otro icono derribado. Y no sólo por lo fantasioso de sus ingeniosas huidas. Sino por cosas tan absurdas como los etarras de Sendero Luminoso. Porque lo primero es perdonable —de hecho, en el fondo de nuestro corazón lo sabíamos—, pero lo segundo da auténtica vergüenza ajena.

Pero, pese a todo, nos sigue gustando casi tanto como su marchosa sintonía.

MacGyver, Créditos de apertura, 1985-1992.

A mediados de 1990, llegó a España una telecomedia familiar que narraba las aventuras cotidianas de una madre de familia que intentaba poner orden en los líos en los que se veían envueltos sus tres hijos adolescentes, mientras su marido, piloto de líneas aéreas, se dedicaba a recorrer el país de una punta a la otra. La serie, que tomaba su título de ese personaje sobre el que giraba la vida familiar, tuvo una buena acogida en Estados Unidos y se podría decir que también en España.

Por eso, creo que para muchos de sus seguidores fue un auténtico shock descubrir que al comienzo de la tercera temporada, Valerie ya no era Valerie, sino La familia Hogan. Según se contaba en el primer episodio, la adorable madre de familia había fallecido en un terrible accidente, dejando desconsolados a su esposo y sus tres hijos. Para ayudarlos a superar el bache y contribuir a la educación de los niños, los guionistas decidieron que una hermana del cabeza de familia, un tanto alocada, creo recordar, se mudara a vivir con ellos. El personaje del hijo mayor comenzó a tomar más protagonismo y la serie evolucionó tanto que hoy casi nadie recuerda que La familia Hogan comenzó como Valerie.

En cuanto a la desaparición del personaje que daba nombre a la serie, dicen por ahí que fue lo de siempre: desacuerdos de la protagonista —que también se llamaba Valerie, pero Harper— con los productores que la llevaron a dejar la serie, posiblemente pensando que sin ella no podría sobrevivir. Pero, como ya se ha visto, no fue así y por culpa de ello hoy tenemos que convivir con ese monstruo de la escena con una carrera llena de altibajos llamado Jason Bateman y que, por si no se han dado cuenta, era el hijo mayor que hacía suspirar a toda una generación de jovencitas que todavía hoy lo recuerdan como el guaperas de David Hogan.

Lástima que a Valerie le saliera mal la jugada.

Valerie, Créditos de apertura, 1986.

Hay algunas series o programas de televisión de los años 80 cuyo argumento o contenido soy incapaz de recordar, pero que, sin embargo, poseen algún elemento —generalmente una música o alguna escena muy concreta— que pueden despertar cientos de recuerdos y evocar en mi interior algunas sensaciones que me es imposible describir con palabras.

Un claro ejemplo de ello es Segunda enseñanza, una serie de 1986 ambientada —y rodada— en Oviedo, que narraba las vicisitudes de una profesora de instituto que se implicaba en las vidas de sus alumnos, más allá de lo que iba incluido en el sueldo y entre cuyos espectadores objetivo, con apenas ocho años, ni estaba ni se me esperaba.

Sin embargo, cada vez que escucho su sintonía y, ya que estamos, veo su cabecera, tan del estilo de las series dramáticas de TVE en los 80 —y, con algunas variaciones, casi siempre con los mismos actores— vuelvo a sentirme atrapado en aquella época y una multitud de recuerdos, inconexos y seguramente dulcificados por el tiempo, me asaltan una y otra vez.

Así que, aunque no recuerdo nada de su desarrollo, tengo su música grabada. Una banda sonora que, al igual que ocurría con la de Anillos de oro, estaba compuesta por Antón García Abril. Y la serie, dirigida por Pedro Masó, con guión de Ana Diosdado. Por lo que se ve, un triunvirato inolvidable.

Segunda enseñanza, Créditos de apertura, 1986.

En enero de 1990 desembarcó en España una serie que, además de haber elevado enormemente la popularidad de su protagonista tras su estreno en Estados Unidos poco más de un año atrás, estaba llamada a convertirse en un auténtico fenómeno social gracias a la trascendencia que algunas de las acciones de su protagonista tuvieron en la vida real, algo que, por otra parte, no suele ser frecuente en una comedia que, como en este caso, realizaba una sátira del mundo de la política y la televisión.

En España, la popularidad de Murphy Brown posiblemente no alcanzó las cotas del otro lado del charco, pero sí que sirvió para que el gran público identificara para siempre a Candice Bergen como aquella periodista, egoísta, temperamental y exalcohólica que compartía sus triunfos y fracasos con sus compañeros de trabajo en el ficticio informativo que presenta.

Debo reconocer que aunque el grueso de la emisión de la serie tuvo lugar ya en los 90, mi recuerdo de la misma está un tanto difuminado, imagino que a causa de la combinación de que se emitiera en horario nocturno y —si no recuerdo mal— en la segunda cadena y que, además, no era el tipo de serie que me interesaba en aquellos momentos. Así que, sí, puedo afirmar que Murphy Brown no tuvo nada que ver en mi decisión de estudiar Periodismo.

Ahora bien, si esta serie protagonizada por una periodista de éxito comprometida con su trabajo, madre soltera y luchadora nata sirvió para despertar alguna vocación periodística en aquella época, bienvenida sea la encasillada Candice Bergen a la televisión española.

Murphy Brown, Tema de los créditos de cierre, 1988-1998.

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