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Creo que ya lo he dejado caer en más de una ocasión, pero nunca me cansaré de repetir que, si bien existen varios personajes de Barrio Sésamo que aspiran a hacerse con el segundo lugar en la clasificación del más entrañable, el primer puesto, junto con el de más abnegado, a pesar de que todo le salía siempre al revés, es, sin duda, para Coco.

Aunque sus desventuras le acompañan con independencia de su personalidad, nunca me parecieron tan sangrantes como cuando ejercía de Supercoco, quizá el antihéroe por excelencia. Como aquella vez que decidió ayudar a la pequeña Julia Romero, una niña que vivía en la ciudad de Jauja —de lo creíbles que eran los nombres no voy a hablar, al menos hoy—, a quien se le había roto la bolsa mientras volvía de la compra, con nefastas consecuencias para su persona. Como siempre.

Como todas las intervenciones de este héroe de capa púrpura y yelmo de armadura, su aparición viene precedida por dos interrogantes —«¿Es un pájaro? ¿Es un avión?»— y una constatación decepcionante: «No, es Supercoco». Y es que por regla general sus intervenciones, con un accidentado aterrizaje incluido, solían acabar siendo desastrosas. Algo de lo que no se libra en esta desventura en la que, gracias a su supercerebro, ayudó a la pequeña Julia Romero a solucionar su problema con la bolsa del supermercado. A costa, eso sí, de quedarse él con el problema de no saber dónde guardar todos sus cachivaches. Y es que sus superideas casi nunca eran geniales.

Nefastas consecuencias. Como siempre.

Barrio Sésamo, Supercoco, c. 1984.

Capaz de vender cepillos de dientes a una rana, correr los cien metros lisos una y otra vez para enseñar la diferencia entre cerca y lejos o de escalar una montaña para mostrar cómo funciona el eco, no hay duda de que Coco era el personaje más esforzado de todos los teleñecos que habitaban Barrio Sésamo. Incluso en aquellos momentos en que nada le salía bien. Como aquel día que trabajó como cartero que cantaba telegramas.

Pero, conociendo sus andanzas como camarero o en el salvaje oeste, intentando montar a la mítica Jaca Paca saltando desde un segundo piso, está claro que el desastre se veía venir.

Barrio Sésamo, Coco el cartero, c. 1984.

En su afán por enseñar a los más pequeños de la casa conceptos tan básicos como cerca y lejos o arriba y abajo, el simpático Coco no dudó en escalar una alta montaña para mostrar de forma práctica lo que era el eco. Lo que el (siempre) pobre y sacrificado Coco no sabía es que su eco le iba a salir poco disciplinado y muy contestón.

Barrio Sésamo, Coco y el eco, c. 1984.

Siempre se ha dicho que hay vendedores capaces de venderle una nevera a un esquimal (como si los esquimales, por el hecho de vivir en las inmediaciones del Círculo Polar Ártico, no necesitaran este electrodoméstico) y lo cierto es que algo de esta filosofía fue la que adoptó Coco el día que decidió ir a casa de Gustavo, dedicido a venderle alguno de los cepillos de dientes que formaban parte de su muestrario, a la vez que, de forma muy sutil, enseñaba a los niños qué es cómo se usa uno de esos aparatitos.

Lo malo es que Coco no previó que las ranas no tienen dientes. Sin embargo, el simpático monstruo azul no iba a dejar que una tontería como esa estropease sus planes y rápidamente encontró una solución para el problema. Lástima que no fuese del agrado de Gustavo y que, por ello, las cosas no salieran tal y como Coco esperaba. Pero, mejor. Así fue mucho más divertido.

Barrio Sésamo, Coco vendedor de cepillos de dientes a domicilio, c. 1984.

De vaquero a superhéroe, sin olvidar su recordada labor de profesor que nos enseñaba las diferencias entre cerca y lejos, Coco siempre fue uno de los habitantes más versátiles de Barrio Sésamo, aunque eso significara también que en ocasiones tuviera que ser el atareado camarero de un restaurante con una carta tan escasa que, casi con toda seguridad, en la actualidad habría acabado protagonizando alguna de las peores —o mejores, vaya usted a saber— pesadillas  de Gordon Ramsay o Alberto Chicote.

Barrio Sésamo, Coco camarero, c. 1984.

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