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Hoy, muchos colegios e institutos de España celebran el Día Escolar de la No Violencia y la Paz, una jornada lúdico-reivindicativa que en mis tiempos se denominaba simplemente Día de la Paz y consistía en salir al patio del colegio —o reunir a varios centros del municipio en la plaza de la Constitución, delante del Ayuntamiento— para lucir camisas blancas, insignias y pancartas reivindicativas hechas en clase de Plástica, Ética o Religión, según se terciara, escuchar un par de discursos, soltar unas cuantas palomas blancas y cantar una serie de canciones —siempre las mismas— para, cual candidatas a Miss América —cuánto daño ha hecho Sandra Bullock y su Miss Agente Especial— pedir la paz en el mundo.

Y, tal vez por que fue compuesta a beneficio de Aldeas Infantiles y trataba de concienciar acerca de lo importante que es para los niños disfrutar de una infancia y de hacerlo en paz, lo cierto es que Que canten los niños era siempre el almibarado tema estrella del menú musical de esta jornada. Sin embargo, tengo que reconocer que a mí esta canción siempre me dio bastante mal rollo. Y eso que creo —todos tenemos un pasado del que avergonzarnos— que llegué a tenerla grabada en una cinta de casete hoy felizmente desaparecida.

Tal vez esa animadversión hacia este tema musical, evidentemente alimentada por multitud de años asistiendo a los actos escolares del Día de la Paz, se deba a que me recuerda a la primera vez que la escuché. Fue en Entre amigos, aquel programa de José Luis Moreno que me huele a un coche que vendía dulces a domicilio. Hasta allí llegó José Luis Perales junto a dos niños un tanto repelentes y que parecían muñecos de ventrílocuo que se había traído de un país hispanoamericano para interpretar junto a él el tema musical. Fue curioso que los asociara a marionetas, casi con total seguridad influenciado por el programa en el que se encontraban, ya que en actuaciones posteriores los niños eran otros, pero sus voces seguían siendo las mismas.

Cosas del playback, sin duda. Pero el odio —a la canción, se entiende— ya estaba ahí. No había nada que pudiera hacer. Salvo evitar pasar cerca de un colegio cuando estén celebrando el Día Escolar de la No Violencia y la Paz. Por si la siguen cantando.

En las notas que había tomado para que me sirvieran de orientación en el momento de sentarme a escribir esta entrada anoté dos cosas que no suelo señalar en ese tipo de apuntes. Una era incluirla en el listado de Lo que no. La otra, que debía ser cruel con todo lo que me recordaba esta canción. Sin embargo, a la hora empezar a teclear, decidí hacer caso a lo primero, pero intentar ignorar lo segundo. Ahora que releo el resultado, descubro que, aunque me he autocensurado, no lo he conseguido del todo. Mala suerte. O no.

José Luis Perales, Que canten los niños, 1986.

Encaramos este primer jueves de 2014 y última cita con la publicidad de este blog antes de la llegada de sus Majestades los Reyes Magos de Oriente con un anuncio de uno de los regalos antonomasia. Porque, ya me dirán quién no se ha encontrado alguna vez unos calzoncillos —o braguitas Princesa, si son ellas o tienen gustos diferentes— entre sus regalos en la mañana del 6 de enero. Es más, me atrevería a asegurar que, en caso de respuesta afirmativa, la proporción de los que diría que eran Abanderado sería muy elevada.

Y es que, mientras tengamos madres y novias o esposas, esta prenda será tan socorrida como la posibilidad de aumentar nuestras existencias de ropa interior a través de los regalos de Reyes, cumpleaños o aniversarios varios, elevada. Porque, pese al más que tufillo machista que desprende la pegajosa cancioncilla de este viejo anuncio, la cruda realidad es que todavía hoy «Los hombres usan Abanderado, porque las mujeres compran Abanderado».

Pero no me atrevo yo a contestar, ni mucho menos tan rotundo como en el anuncio, «¡Muy bien!».

Abanderado, Los hombres usan Abanderado, porque las mujeres compran Abanderado.

En un día como hoy, en el que prácticamente toda España anda preocupada por no equivocarse —ni atragantarse— a la hora de tomar las uvas sincronizados con el reloj de la Puerta del Sol, tengo que confesar que cada año me siento ante el televisor a ver esa retransmisión con el secreto anhelo de que alguien meta la pata y deje, de nuevo, a medio país con la mitad de las uvas en el plato. Total, aquí son todavía las once de la noche, aún nos queda una hora en el año viejo y no recuerdo que ninguno de los relojes que cada año se van turnando en las cadenas de las islas para despedir el año haya tenido cuartos. Así que una catástrofe de esas no me afectaría en absoluto.

Sin embargo, nunca ocurre. En cambio, juraría que hace ya unos cuantos años el reloj de la iglesia de Arucas, no sé si en la retransmisión de Antena 3, Televisión Española o la Televisión Canaria —¿o fue Telecinco?… mi municipio fue el escenario escogido para despedir el año durante al menos tres navidades consecutivas y ya no lo tengo muy claro—, dio once campanadas en lugar de las doce preceptivas. Lo que es cierto es que la anécdota estuvo en boca de toda la ciudad y medio Archipiélago durante un par de días. Desde entonces, la iglesia de San Juan no ha vuelto a despedir el año. Televisivamente hablando, al menos.

En el ámbito nacional, en cambio, el incidente fue mucho más sonado. Porque hasta que encargaron a Marisa Naranjo retransmitir la llegada de 1990 nadie se había formado tanto lío con el carrillón, la bola y los dichosos cuartos. Pero en esa ocasión la llegada de las privadas había dejado a Televisión Española sin espacio, por lo que pusieron a mi paisana a comentar las campanadas en un pasillo, sin escuchar el sonido de la plaza y sin un mísero monitor en el que ver lo que ocurría. Fue una retransmisión a ojo. Y pasó lo que tenía que pasar. Que la traicionaron los cuartos y prácticamente toda España se quedó sin comerse las uvas. Salvo un una comunidad autónoma que tiene la peculiar costumbre de tomárselas una hora más tarde.

Desde entonces, cada año se repiten las mismas explicaciones didácticas sobre el funcionamiento del reloj de la Real Casa de Correos y toda clase de infografías van marcando cada una de las campanadas. Todo para que ni un solo español con horario peninsular se quede sin tomarse una sola uva. En Canarias, en cambio, es otra cosa.

Televisión Española, Campanadas de Fin de Año de 1989, 1990.

¡Ah!, que se me olvidaba: ¡Feliz año nuevo!

Hablaba hace un tiempo del daño causado por el empeño de algunos estudios en crear secuelas de sus series o personajes más emblemáticos con las que intentar exprimir un poco más su éxito. Uno de los ejemplos más claros —y tristes— de ello fueron Los pequeños Picapiedra, de los que ya hablamos hace un tiempo. Otro, igual de triste, son Los Pequeñecos.

Y es que, ya me dirán qué necesidad tenía Jim Henson de coger a Gustavo, Peggy, Gonzo, el oso Fozzy y unos cuantos Teleñecos más y trasladarlos a una infancia ficticia convertidos en personajes de animación para que viviesen todo tipo de aventuras imaginarias en una especie de guardería en la que eran cuidados —no muy bien, a tenor de todos los líos que montaban— por una tal Nanny de la que sólo veíamos sus espantosos calcetines de rayas.

No se molesten en contestar. Ya lo hago yo por ustedes: ninguna. Y eso que, muy en el fondo, el personaje de Animal me gustaba. Sería por su carácter entre gamberro e inocente.

Los Pequeñecos, Créditos de apertura, 1984.

«Hay un gran autobús arriba en el cielo
y todos decían que nunca volaría.
Con su bum-bum chaca-chaca bim-bam bing
esta es la canción que cantamos para ti»

Tras el éxito cosechado por las aventuras de los chicos del campamento del Valle Secreto, Televisión española decidió participar en una especie de secuela de aquella serie en la que un grupo de muchachos del campamento deciden ayudar al doctor García —personaje interpretado por el veterano actor español José María Caffarel, en lo que parece ser la aportación española a la producción— a encontrar las seis salamandras de oro que buscaba su jefe, el profesor Poopsnagle, así como al propio profesor, misteriosamente desaparecido cuando viajaba a bordo de una especie de zepelín de su invención.

Una estrafalaria guagua voladora y toda su astucia serán las principales armas con las que contarán para poder completar su misión a lo largo y ancho de Australia, sin caer en las trampas de los peligrosos secuaces del malvado conde Sator y, de paso, esparciendo un claro mensaje en favor de las energías limpias y, como su predecesora, el respeto a la naturaleza.

Unos objetivos, sin duda, muy loables, pero desarrollados en un producto que, en mi humilde opinión, es un claro ejemplo más de que segundas partes nunca fueron buenas.

El profesor Poopsnagle y el secreto de las salamandras de oro, Créditos de apertura, 1986.

Las diversas fuentes que recopilan las diferentes canciones que a lo largo de los últimos 36 años han servido de banda sonora a La Vuelta Ciclista a España —Wikipedia y la web de RTVE, básicamente— no terminan de ponerse de acuerdo sobre el tema que corresponde a la edición de 1981. Mi sentido de la fiabilidad, me llevaría a inclinarme por la segunda, pero como no me imagino las conexiones en directo y los resúmenes de etapa amenizados por la Danza de las horas del compositor italiano Amilcare Ponchielli, por una vez y sin que sirva de precedente, me inclinaré por la Wikipedia.

Y es que, fuera o no la canción de La Vuelta de 1981, no puedo resistirme a compartir con ustedes el inclasificable tema musical de Stars On 45, un proyecto musical holandés que se dedicó a versionar grandes éxitos del pop y la música disco durante los primeros 80, en lo que parece ser una versión de La (posterior) Década Prodigiosa, pero en internacional. Algo que, como comprenderán, daba como resultado un producto un tanto cutrillo.

Casi tanto como el vídeo de Stars of 45, un megamix de grandes éxitos que comparte nombre con el grupo y que, siempre según Wikipedia, se convirtió en el tema más escuchado de la cita ciclista española en ese año. Sospecho que la parte escogida sería la pieza que sonaba al principio y final del popurrí —comprenderán que no me acuerde; en 1981 tan solo tenía tres años—, ya que era lo único inédito del tema. A poco que lo escuchen, se darán cuenta de que una versión de la misma vivió un nuevo instante de esplendor hace un par de veranos. Irónico. ¿No les parece?

Stars On 45, Stars on 45, 1981.

Un par de años después de haber cosechado un notable éxito con las aventuras protagonizadas por David el Gnomo, Televisión Española y la productora B.R.B. decidieron volver a probar suerte con una serie protagonizada por otro de estos simpáticos personajes. Si David era un médico que se dedicaba a cuidar de todos los animales del bosque, en este caso el protagonista era el juez Klaus, un gnomo encargado de repartir justicia en el mundo de los gnomos, aunque su jurisdicción se extendía también al de los animales.

En lugar de viajar en un zorro —¡Si yo hubiese sabido en esa época lo ligada que iba a estar mi vida a otro tipo de Swift durante una época!—, Klaus prefería volar a lomos de un cisne, junto a su ayudante Dany, otro gnomo barbudo, aunque pelirrojo y bastante patoso. Quienes sí repetían participación eran los temibles —tontos y torpes, por qué no decirlo— trolls, unos seres feos y apestosos que disfrutaban haciendo la vida imposible a los gnomos.

Y hasta aquí, la parte descriptiva. En la opinativa, mejor no me extiendo. Baste con decir que Klaus y su mundo no le llegaban a David ni a la suela del zapato. Hazme caso. Si estos gnomos te llaman, deja que salte el buzón de voz. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. He aquí la razón.

La llamada de los Gnomos, Créditos de apertura, 1987.

Llegados a este punto —150 días después de haber comenzado este proyecto—, tengo que confesar que nunca me gustaron las historias de Alfred J. Kwak, ese pato huérfano criado por un topo, novio de una patita negra de aires tribales que lucha contra las injusticias. Aunque se empezó a emitir cuando ya tenía 11 años, creo que la principal causa de mi animadversión por la serie —además de su repelente protagonista y su todavía más repelente bufanda— era lo almibarada que resultaba.

Lo digo porque Shin Chan me cogió bastante más talludito y no vean lo que me río con las bestiales ocurrencias de Shinnosuke Nohara. Pero, me temo, eso ya no es materia de este blog.

Alfred J. Kwak, Créditos de apertura, 1989.

Durante los años 80, fue frecuente que las productoras creasen algunos spin offs de sus series de animación más conocidas, con la esperanza de repetir el éxito de aquellas. Una de ellas fue Los pequeños Picapiedra, producto con el que Hanna-Barbera nos retrotraía a la infancia de Pedro, Pablo, Wilma, Betty e incluso Dino para mostrarnos los líos en los que, al igual que de adultos, se veían involucrados los cuatro protagonistas.

Si trasladar la sociedad actual a la Edad de Piedra siempre funcionó con unos Picapiedra adultos, lo cierto es que con sus versiones infantiles no ocurrió lo mismo. Baste decir que, a mi siempre personal juicio, lo mejor de la serie eran los chicles que se vendieron durante la época de su emisión, con sus pegatinas de los personajes y unos pequeños petrodólares que, convenientemente coleccionados seguramente darían derecho a un regalo. Aunque, viniendo de esta serie, igual tampoco merecía la pena.

Los pequeños Picapiedra, Créditos de apertura, 1986-1988.

Ya sé que la película que da título a este apunte es de 1974, pero su recuerdo me impactó tanto que no me queda otro remedio que reflejarlo aquí. Sucedió, creo recordar, un sábado por la noche en el que Televisión Española decidió emitir El coloso en llamas. Yo tenía —seguro— menos de ocho años y medio y, sabiamente, mis padres me mandaron a la cama, pero como no podía dormir, me dediqué a espiar a ratos desde la puerta del salón.

Dos escenas —pido perdón por los posibles spoilers— me sobrecogieron muchísimo. En una, alguien, atrapado en una de las salas del edificio, rompe una de las ventanas para intentar respirar. El oxigeno, al entrar en la habitación, reacciona con el fuego cercano y la convierte en un infierno. La otra, es la explosión de uno de los helicópteros que intenta rescatar a las personas que están atrapadas en la azotea del rascacielos.

No recuerdo haber sufrido muchas pesadillas durante mi infancia. A lo sumo, recuerdo dos o tres noches con sus respectivos sueños. Puedo asegurar que esa fue una de ellas. Desde entonces, no he querido volver a ver esa película.

El coloso en llamas, Créditos de apertura y selección de escenas, 1974.

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