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Si en 1992, para que los españolitos demostraran su cultura general, Pepe Navarro estrenaba a nivel nacional el concurso Juguemos al Trivial, unos años antes en Canarias ya habíamos tenido nuestra propia versión regional y adaptada, gracias, cómo no, al Centro de Producción de TVE en las Islas. Se trataba de Septem, un concurso dirigido al público juvenil y presentado por Eva Navarro —hoy corresponsal de los Servicios Informativos de la cadena pública en Lanzarote— en el que dos equipos de niños debían superar varias rondas de preguntas relacionadas con la historia, naturaleza y geografía del Archipiélago, así como algunos juegos de habilidad.

Esta especie de Trivial Pursuit de contenidos canarios tuvo tanta aceptación que esas Navidades fue lanzado en forma de juego de mesa en el que se sustituían los seis «quesitos» que hay que «conquistar» para ganar el juego, por unas pequeñas tarjetitas con la forma de cada una de las siete islas que forman el Archipiélago. Aunque el eslogan era «El juego para conocer Canarias», el nivel de dificultad de la inmensa mayoría de las preguntas era demasiado elevado para el niño canario medio —he vuelto a leer unas cuantas antes de sacar la foto que acompaña a este texto y algunas me siguen pareciendo muy rebuscadas—, por lo que las partidas se hacían tan interminables como frustrantes.

Quizá por ello, un tiempo después lanzaron Septem Junior, que se diferenciaba de la edición original en que la caja era de color naranja y las preguntas —supongo— mucho más fáciles. Yo tenía la edición azul, la original. Un día, harto de no saber la respuesta de casi ninguna pregunta guardé el juego en su caja y esta, en la estantería. Donde, por cierto, continúa desde entonces.

Septem, «El juego para conocer Canarias»

En el Septem, en lugar de «quesitos», para ganar había que «conquistar» islas.

Hace exactamente una semana, afirmaba que la Navidad de 1984 fue un tanto extraña, antes de pasar a describir el particular Mazapán con el que nos deleitaron Teresa Rabal y Torrebruno a lo largo de aquellas vacaciones. De lo que no hablé fue del programa que, en rigurosa desconexión para el Archipiélago, emitía Televisión Española en Canarias al finalizar aquel.

Mi intención era continuar hablando hoy de esas atípicas Navidades a cuenta de El Volcán, un espacio que siguiendo la estela de Barrio Sésamo, narraba las aventuras de un joven volcán —el disfraz de montaña del protagonista es tan inolvidable como indescriptible— que nacía en medio de un estudio de televisión, donde vivía toda clase de aventuras junto a una cámara animada y otros muchos personajes entre los que destacaban tres niños —Jonay, Pino y Candelaria, que en realidad no eran niños, sino marionetas— que recorrían el Atlántico en una barca en busca de San Borondón.

Sin embargo, como parece que no existe constancia gráfica de este programaapenas la hay escrita—, que años más tarde fue repetido durante la temporada estival, más allá del archivo de RTVE —si es que acaso la hay allí—, no voy a escribir acerca de él, sino de otro producto del Centro de Producción de las islas del que sí existen imágenes que acreditan su emisión y que, curiosamente, al igual que Mazapán, contaba con la presencia de Torrebruno.

Se trata de El show canario de Torrebruno, último espacio presentado por el artista italiano a finales de la década en el circuito regional de la televisión pública. El espacio, que recuerdo ver poco porque me resultaba tan aburrido como empalagosa la canción que le daba comienzo se grababa en la isla de Tenerife y tenía como público a alumnos de distintos colegios de aquella isla, así que —por suerte— mis probabilidades de asistir como público fueron nulas. Hasta donde sé y recuerdo, no duró demasiado en antena y, como apuntaba antes, puso prácticamente el punto y final a la carrera de Torrebruno, que fallecería de un infarto en junio de 1998.

Como gran parte de la programación territorial de Televisión española, El show canario de Torrebruno nunca estuvo entre mis programas favoritos, así que muy poco más puedo añadir a lo ya escrito. En mi descargo diré que es que yo hoy quería hablar de aquel Volcán que «sólo quería jugar, pero sin tener a nadie que asustar».

El show canario de Torrebruno, Créditos de apertura, c. 1989-1990.

Hace muchos años que tengo muy claro que el día que el mundo sucumba a los efectos de una plaga mortal de zombis o algún psicópata o ente procedente salido de una película de terror seré de los primeros en morir. Justo desde aquella época en la que desembarcó en mi casa alrededor de una docena de títulos de aquella colección infantil titulada Elige tu propia aventura.

Como su propio nombre indica, se trataba de una suerte de libros interactivos en los que cada dos o tres páginas tenías que escoger entre dos alternativas para decidir cuál sería el curso de la narración a partir de ese hecho y dirigirte a la página que indicase la opción escogida. Aunque conozco algún caso en el que el lector entró en un círculo vicioso que lo llevó a estar eligiendo su propia aventura durante casi una semana, gracias a un extraño bucle que lo dirigía a experimentar situaciones que ya había vivido con anterioridad, debo confesar que yo era incapaz de sobrevivir a la segunda o tercera decisión. Escogiese lo que escogiese, acababa fuera de la historia, malherido o, sobre todo, muerto.

Con estos antecedentes, comprenderán que todavía hoy odie profundamente los libros de esta colección.

Elige tu propia aventura 1

«Viaje submarino», «El abominable hombre de las nieves» o «El secreto de las pirámides»; daba igual el tema del que tratara la aventura, que yo saldría de ella a las primeras de cambio.

Elige tu propia aventura 2

Mucho antes de la teletienda, el llamativo bocadillo de la esquina superior izquierda de cada libro fue el primer caso de publicidad engañosa que sufrimos.

Elige tu propia aventura 3

«Si decides escapar ahora, pasa a la página 39». «Si resuelves andarte con rodeos para ganar tiempo, pasa a la página 94». Daba igual lo que hiciera: acabaría muerto pocas páginas después.

Al igual que ocurriera con Grease por la misma época, un verano de finales de los 80 en el que mi hermano y yo pasamos unas semanas en casa de una de mis tías, acabamos viendo compulsivamente y casi a diario Sufre mamón, una suerte de película pseudoautobiográfica que contaba los orígenes de los Hombres G. Para ello, la cinta —que fue dirigida por el padre de David Summers y en la que aparecían toda clase de amigos y familiares de los miembros del grupo— tomaba como como base argumental la historia que se contaba Devuélveme a mi chica, canción que, todos convendremos, constituye todavía hoy el mayor éxito de la banda.

A diferencia de lo que ocurrió con Grease, algunos de cuyos diálogos soy todavía hoy capaz de recitar prácticamente de memoria, tras ese verano jamás he vuelto a ver la incursión cinematográfica de Hombres G. Y, por supuesto, no sólo no recuerdo ni uno solo de sus diálogos, sino que he borrado prácticamente todo rastro de la película de mi memora.

Aunque, por desgracia, esta entrada es la prueba palpable de que no la borré lo suficiente.

Sufre mamón, Tráiler, 1987.

«Yo quiero verte danzar
Como los zíngaros del desierto
Con candelabros encima
O como los balineses
En días de fiesta»

Hace unos meses ya, traía hasta esta página una aparentemente surrealista imitación del intérprete italiano Franco Battiato a cargo del dúo cómico Martes y Trece. Poco tiempo después, volví a escuchar esta canción, publicada originalmente en el álbum de 1982 L’arca di Noè, y tras prestar algo de atención a la letra me di cuenta de que igual lo único surrealista alrededor de este tema no era el sketch de Martes y Trece.

Algo que en absoluto obsta para que esta canción que empieza con ritmos étnicos y acaba a ritmo de vals siga siendo uno de los grandes temas de la música italiana de los años 80. Ahora, que haya envejecido bien es algo que no tengo tan claro.

Franco Battiato, Yo quiero verte danzar, 1986.

Decorados que pretendían ser los jardines de fastuosas mansiones californianas y cuyo horizonte no era más que un paisaje pintado en un lienzo de papel es el primer —y casi único y posiblemente falaz— recuerdo que acude a mi mente cuando pienso en Santa Bárbara, un auténtico culebrón con el sentido propio que se le suele dar a esa palabra en Españasoap opera es la expresión que lo define en inglés— que durante diez temporadas y más de 2.100 episodios emitió la cadena estadounidense NBC.

A nuestro país esta serie llegó hacia 1989 y, no sé por qué —o, más bien sí— siempre la consideré una hermana pobre, una especie de quiero y no puedo de las grandes intrigas familiares estadounidenses que tan bien habían encarnado Dallas, Dinastía y, sobre todo, Falcon Crest. Pero es que esas series jugaban en ligas mayores.

Así que, para mí, Santa Bárbara quedó reducida a unos decorados de cartón piedra con paisajes de papel pintado en los que se sucedían todo tipo de intrigas y traiciones familiares justo después de que una voz en off anunciara que íbamos a ver el capítulo número 1.274. Si es que hasta su cabecera, con ese arco de medio punto que se repetía una y otra vez era de bajo coste.

Santa Bárbara, Créditos de apertura, 1984-1993.

Para la mayor parte de los españoles, en la actualidad, Bosque Verde es la línea de productos de limpieza de Mercadona. Sin embargo, en los años 80 era el escenario en el que tenían lugar las aventuras de un grupo de animales que vivían en un bosque de Norteamérica. Con estas fábulas, protagonizadas por una marmota, una nutria, un oso, un conejo o un pájaro. Sus historias, en las que tenían que protegerse de un zorro y una comadreja, sus principales enemigos junto al hombre, eran un alegato en favor de la naturaleza y la necesidad de su conservación.

Sin embargo, mi memoria me dice que estos episodios, de ritmo lento, almibarado y centrado en la vida de estos antropomorfizados animales —siempre me he preguntado por qué unos llevaban ropa y otros no— eran tan aburridos como cabe esperar tras escuchar la sintonía de la serie. Y, pese a todo, no les puedo poner un Lo que no.

Las fábulas del Bosque Verde, Créditos de apertura, 1978.

Patty era una simpática conejita, hija del cartero del pueblo, que llevaba una especie de pulsera de perlas en una de sus orejas y vivía mil aventuras junto a su amigo el osezno Bobby en la Aldea del Arce, ante la atónita mirada de una nutria que se pasaba el día pescando y no dejaba de repetir «¡qué curioso!» cada vez que los pequeños pasaban corriendo ante él.

Básicamente ese es el argumento de La aldea del Arce, otra coproducción animada nipona que intentaba inculcar valores a los niños de los 80 a través de las historias vividas por los animales antropomorfos que habitaban dicha aldea. Llegados a este punto, tengo que reconocer que tengo un cierto conflicto con esta serie, ya que, aunque reconozco solía verla, con el paso del tiempo me he dado cuenta de que las historias que contaba eran tan dulces y almibaradas como el jarabe que se extrae del árbol que daba nombre al pueblo.

Por ello, sé que no sería justo que calificase aún más una serie que intentaba cumplir una función pedagógica, aunque —me temo— no haya envejecido demasiado bien, diciendo, como ya hiciera al hablar de los pequeños Picapiedra, que lo único bueno eran los chicles. Sobre todo, porque traían unas pegatinas de los personajes que servían para rellenar un pequeño álbum y a mí siempre me faltaron tres.

De hecho, ahora que lo pienso, puede que parte de mi animadversión hacia la serie naciera en el hecho de que jamás pude completar la colección. Lástima de álbum.

La aldea del Arce, Créditos de apertura, 1986.

Los años 80 fueron la década de la psicosdelia por excelencia. Y de la ausencia de vergüenza y sentido del ridículo. Si no, no hay forma de explicar cómo alguien podía ponerse vaqueros lavados, camisetas de colores fosforitos, inmensas hombreras y un amplio catálogo de accesorios y salir a la calle sin correr el riesgo de ser apedreado. Por eso, en medio de ese maremagno es normal que bebidas como Fanta acabaran convirtiendo sus anuncios en una especie de refugio de rechazados en los castings de Blossom, Salvados por la Campana y Colegio Degrassi.

Todos juntos, revueltos y con sabor a naranja.

Fanta, Fanta es lo mío, 1988.

Imaginen por un momento cómo sería la actitud vital un típico mayordomo británico que ha recorrido más de medio mundo y servido a todo tipo de personalidades que tuviese que desempeñar su trabajo en la casa de una típica familia americana de clase media. Y, lo que es más importante, cómo sería la relación que se establecería entre ambos elementos de la ecuación.

Pues precisamente ese era el punto de partida de Mr Belvedere, una comedia de situación que narraba los choques culturales y sociales que se producían entre el mayordomo que le daba título y sus señores, la familia Owens. Choques que, en el fondo, demostraban lo mucho que se apreciaban entre ellos, tal y como venía a ratificar el propio mayordomo cada noche cuando, sentado en su escritorio, plasmaba los acontecimientos del día.

Precisamente esa escena, repetida hasta la saciedad en cada capítulo, viene a ser el único recuerdo claro que guardo de la serie. En cuanto a la escasa originalidad del argumento, podríamos resumirlo en que la relación del señor Belvedere con los Owens es bastante similar a la que poco después mantendría Geoffrey con los Banks de El Príncipe de Bel Air, serie de la que, al contrario que me ocurre con esta, guardo muchos más recuerdos. Para mi desgracia.

Mr. Belvedere, Créditos de apertura, 1985-1990.

 

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