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«Te sientes bien
Estás muy bien
Puedes llegar
Inténtalo, te vamos a ayudar»

Hoy se cumplen 365 días desde que comencé con este proyecto. Un tiempo en el que no he faltado ni una sola vez a la cita diaria con esta bitácora que inicié hace justo un año. Y, ahora que hemos llegado al final, no se me ocurre una canción con la que pueda sentirme más identificado en estos momentos que la segunda parte de que servía de sintonía a aquellos míticos anuncios con los que Gillette recuperó la hegemonía en el mercado del afeitado masculino.

Porque, después de afirmar los valores familiares asegurando que de padres a hijos seguían un rumbo fijo, lo suyo era reforzar la parte competitiva recordándote que en todo lo que emprendes tú eres el mejor. Y no sé si esa afirmación será verdad, pero hoy, que esta aventura —a falta del epílogo que pueda llegar mañana— alcanza su final, sólo se que, tal y como dice la canción, me siento bien. Estoy muy bien. Pude llegar. Que el anuncio hiciera que todos los niños de entonces —inconscientes que éramos— deseáramos alcanzar la edad suficiente para poder afeitarnos es lo de menos.

Reto superado. Felicidad.

Gillette, Lo mejor para el hombre, c. 1989.

Ahora que este experimento bloguero se acerca peligrosamente a su final, ha llegado la hora de hacer una pequeña confesión relacionada con Barrio Sésamo, una frustración personal que siempre he llevado conmigo y que, tal vez, este reconocimiento —más o menos— público ayude a mitigar de una vez por todas. Para ello, tenemos que retrotraernos a las primeras emisiones del programa, antes de sus innumerables reposiciones, cuando aún me encontraba en esa temprana edad en la que los límites entre realidad y ficción se encuentran todavía confusos y uno lucha internamente por evitar que terminen de dibujarse.

En ese contexto, una de las habituales canciones con las que concluían la mayor parte de los episodios invitaba a los pequeños espectadores a visitar el barrio para jugar y vivir toda clase de aventuras junto sus conocidos habitantes. Y, en aquellos momentos, con toda mi inocencia soñaba con poder trasladarme hasta la plaza para compartir algún juguete con Espinete o con Don Pimpón. Porque si Ruth y Roberto, que también eran niños de carne y hueso podían, ¿por qué yo no?

Porque, en el fondo, y como ya decía la canción, eso era el Barrio Sésamo. El hogar de la imaginación. Ni más ni menos.

Barrio Sésamo, Todos los del Barrio, c. 1984.

«Siempre que vuelves a casa,
Me pillas en la cocina,
Embadurnada de harina
Con las manos en la masa.

Niña, no quiero platos finos
Vengo del trabajo
Y no me apetece pato chino
A ver si me aliñas
Un gazpacho con su ajo y su pepino»

Mis recuerdos de Con las manos en la masa están bastante definidos y, supongo que por ello, son también bastante abundantes. Ayuda, imagino, que se emitiera hasta 1991. Entre ellos se encuentra el formato del programa, una distendida entrevista —mejor, una charla— entre la gran Elena Santonja y su invitado, una personalidad de la cultura, el deporte o la política, que, mientras cocina un par de platos con algún significado especial para él, le relata todo tipo de anécdotas de su vida. También destacan la decoración de la cocina, que no puede negar su esencia ochentera y, por supuesto, la inolvidable sintonía del programa, interpretada por Vainica doble y el aún mayor Joaquín Sabina. Apostaría cualquier cosa a que la mayor parte de los niños de los 80 aún la recordamos casi en su integridad.

Sin embargo, como las sensaciones son las que mandan en esto de la memoria, esa canción siempre me transporta a una tarde de diciembre de 1985 o 1986, probablemente del día 24, en la que, mientras mi padre terminaba de dar los últimos toques al portal de belén —el belén siempre fue una tradición en mi casa que poseía su propio ritual, que incluía finalizarlo el día de Nochebuena— mi hermano y yo veíamos un episodio de este programa, mientras intentábamos no desesperar ante la inminente, pero a la vez lejana, visita de Papá Noel.

Ese nerviosismo infantil y el frío de la tarde invernal, probablemente lluviosa, son dos sensaciones que, por encima de cualquier recuerdo gastronómico o televisivo, siempre estarán ligadas a Con las manos en la masa. Y eso es algo de lo que muy pocos de los espacios televisivos que han aparecido por aquí pueden presumir.

Después de haber escrito ya sobre este programa, todo un referente en su género y también de la década que nos ocupa, hace más de seis años, no creía que pudiera reflejarlo aquí sin llegar a repetirme. Pero, después de esta confesión, creo que hoy el plato no me ha quedado tan mal.

Con las manos en la masa, Créditos de apertura, 1984-1991.

«Cada uno cantará
Su aventura singular
Si es verdad o fue ilusión
Poco importa, qué más da»

Hace casi un año, cuando escribí acerca de Los Cinco, ya comenté que este popurrí en el que el grupo infantil cantaba fragmentos de varias sintonías de series de dibujos animados de la época como si fueran una aventura que hubiese vivido cada uno de sus integrantes era una canción que me había marcado durante mi más tierna infancia. También apunté que unos años antes ya había explicado los motivos.

La cinta de Parchís

De las «25 supercanciones de los peques» sólo sobrevivieron la mitad.

Así que no me perdonaría finalizar este proyecto sin traerla hasta aquí, aunque eso suponga dejar fuera a otro grupo y cualquier otra canción que merecerían también ser recogidos en esta recopilación cuya fecha de caducidad está ya a la vuelta de la esquina.

La abeja Maya, Orzowei, Jackie y Nuca, Mazinger Z… «cada uno cantará su aventura singular». Y, treintaitantos años después, sigo aquí para escucharla y que se me pongan la piel un poquito de gallina.

Parchís, Cantando aventuras, 1979.

«Es un huracán profesional que viene y va
Buscando acción, vendiendo solo amor
Aniquilar, pisar por encima del bien y el mal
Es natural, en ella es natural»

La pasada semana, una amiga me comentaba que gracias a una entrada de esta humilde bitácora su hija, que últimamente anda bastante interesada en descubrir los entresijos de la época en la que se desarrolló la juventud de su madre, había descubierto a Tino Casal. Y, decía, andaba alucinada, no sólo por la música, sino, sobre todo, por la estética; por el personaje.

Reconozco que esa confesión me infló un poquito el ego. Sirvió para que pudiese autoconvencerme de que, pese a que en algunos momentos ha resultado agotador, el esfuerzo de los últimos nueve meses ha servido para algo. Y para infundirme las fuerzas necesarias para acometer con bríos los poco más de dos meses y medio que aún me quedan.

En fin, sirvió para que, como le ocurriera al propio Tino Casal en otro de sus grandes éxitos, cayera atrapado en mi propia red. Precisamente por eso, no se me ocurre nada más apropiado para el día de hoy que dedicarle a Eloise. Y sobran más explicaciones.

Tino Casal, Eloise, 1987.

No sé si será por el frío, la escasez de luz natural, la cercanía de la Navidad o el peso —cada vez mayor— de las ausencias, pero diciembre siempre ha sido para mí uno de los meses más melancólicos del año. Casi al comienzo de esta aventura, que tiene precisamente la nostalgia como uno de sus principales leitmotiv, comenté que el recuerdo más claro —por no decir casi el único— que conservo del programa infantil El Kiosco era una adaptación del tema de Limahl Never Ending Story en la sección Baby Disco.

Lamentaba por aquel entonces que, aunque había encontrado sus particulares versiones de otros muchos grandes éxitos de esa época —algunos hoy grandes éxitos—, me había resultado imposible localizar la actuación que mejor recordaba. Hoy, casi de casualidad, me he topado con un fragmento de la misma. Apenas dura un minuto y once segundos, pero me ha traído cientos de momentos de mi infancia a la mente.

La historia interminable es un libro cuya lectura me marcó enormemente. Aunque la película es incapaz de reflejar fielmente el universo creado por Ende, su banda sonora siempre me evocó las aventuras que Bastián vivía a través de Atreyu en su búsqueda de salvar a la Emperatriz Infantil antes de que la Nada devore su reino por completo. Es más, la simple relectura al azar de alguna de sus páginas impresas en tintas roja y verde es capaz de remover en mi interior esas sensaciones infantiles que ya casi creía olvidadas.

Justo las mismas intensas emociones que hoy, a punto de iniciar un nuevo y nostálgico mes de diciembre, me ha despertado El Kiosco con un pequeño fragmento de una historia interminable y profundamente inolvidable.

El Kiosco, Baby Disco: La historia interminable (Fragmento), c. 1985.

Ayer fue el cumpleaños de mi primo y, no sé por qué, en estos diez años casi siempre me ha cogido fuera de la Isla. Esta vez, sin ir más lejos, llegué casi a media tarde a la celebración, después de haber asistido en los dos días anteriores a una nueva edición del EBE. Mientras estaba en el Aeropuerto de Sevilla, esperando para embarcar, no pude evitar acordarme de lo que ocurrió a comienzos de este año, justo cuando comenzaba a madurar la idea de comenzar con este blog.

Una tarde, estaba buceando entre los cientos de vídeos de Barrio Sésamo que esconde YouTube cuando me encontré con la curiosa e inolvidable desventura en la que Tío Pepe intenta ir a buscar agua al río, pero no puede porque hay un agujero en el cubo, y la Tía Pepa intenta darle una solución, sin éxito ya que, tras cada consejo encuentra un nuevo problema que amenaza con acabar con la paciencia de la pobre mujer y la integridad de la mecedora en la que estaba sentada.

Su reacción fue, después de conseguir calmarse del ataque de risa que le provocó la historieta, obligarme a poner el vídeo a todo el que apareció esa tarde por mi casa. Luego, encargarse de localizarlo en YouTube para hacer él mismo lo propio con quien apareciera por la suya o por cualquier otro lugar con acceso a Internet. Ahora, casi once meses después, aún se sabe de memoria todos los gestos de la Tía Pepa. Y, por supuesto, la machacona canción.

Tras atraerlo a la secta de los Muppets, he conseguido enganchado a Fraguel Rock. Se muere de risa cada vez que Sproket aparece en pantalla.

Barrio Sésamo, Tío Pepe y Tía Pepa, c. 1984.

Interrumpimos nuestra programación habitual y nos desplazamos media década atrás en el tiempo para traer una canción que, por muy beligerante con el laísmo que sea —y los traductores y dobladores de Bones muy bien harían en enterarse de que lo soy—, no puedo dejar de escuchar ningún 9 de noviembre.

Este tema es uno de esos que, no sabes muy bien por qué, lo tienes clavado en la memoria formando parte de alguno de tus primeros recuerdos. De hecho, sé que lo escuché por primera vez en la vieja casa de mis abuelos, por lo que tuvo que se antes de enero de 1984. Lo escuchaba —y probablemente cantaba— alguna de mis tías mientras hacía alguna tarea de la casa y su estribillo, entre melancólico y esperanzador, me debió de dejar bastante impresionado, aun sin ser capaz de entender su significado.

Tiempo más tarde, pero todavía en los 80, La Década Prodigiosa lo incluyó en uno de sus populares popurrís y la sensación volvió. Con el paso de los años, conocí el trágico final de Cecilia, comprendí la triste historia que ocultaba la canción y me siguió gustando. Cada vez más. Tanto, que hoy es ya casi obligado escucharla cada 9 de noviembre.

Aunque eso último es, quizá, porque me recuerda a mis primeros años de infancia, a aquellos irrepetibles momentos vividos en la vieja casa de mi abuela.

Cecilia, Un ramito de violetas, 1975.

Aquella caja de viejos libros escolares que encontré durante la limpieza del pasado mes de agosto, no sólo contenía los dos libros de lecturas de los que he hablado en domingos anteriores, sino que escondía también los que fueron los tres libros de texto con los que inicié mi andadura escolar, allá por Primero de E.G.B. Eran tres pesados y voluminosos ejemplares —dedicados cada uno de ellos a las tres principales áreas que había que estudiar— editados por Anaya, al contrario de otros muchos que posteriormente pasaron por mis manos, nunca los he podido olvidar.

El medio y yo

«El medio y yo», paradójicamente, el mejor conservado de los tres.

Quizá sea porque fueron los que me introdujeron en el apasionante, agotador y muchas veces frustrante camino de la vida académica. O, simplemente, porque me gustaban sus portadas, con fotografías protagonizadas por niños —que siempre me recordaron a los vídeos que se emitían en Barrio Sésamo— enmarcadas en la silueta de un árbol o una flor. Y la apelación directa que empleaban en sus títulos, al unir la materia a estudiar con el alumno gracias a un simple y brillante «y yo».

Paradójicamente, El medio y yo, dedicado a los temas de Naturaleza y Ciencias Sociales —quién nos iba a decir que ahí se escondía un precedente de la actual asignatura de Conocimiento del Medio— es el que mejor se conserva. Los de Lengua y, sobre todo, Matemáticas, en cambio, están bastante perjudicados. Tienen casi 30 años. Así que tampoco están tan mal.

Las letras y yo

«Las letras y yo», dirigido por Fernando Lázaro (Carreter).

Los números y yo

«Los números y yo», un manual de matemáticas prácticamente deshecho.

 

Aunque con el paso de los años ha llegado a ser considerado un concurso mítico de las tardes de los domingos —aunque inició su andadura los jueves por la noche—, lo cierto es que más allá de la imagen de los forzudos González & González llevando en volandas al osado concursante hasta una especie de estrado desde donde comenzaría su participación en el programa; a los propios concursantes intentando superar una serie de pruebas por las que obtendrían kilómetros de viaje, o a los mismos concursantes abandonando esa prueba pasado un tiempo determinado, subiendo al estrado, recitando una especie de contraseña y dirigiéndose a otra de las pruebas mientras, la profunda pero aún juvenil voz del ya invisible Juanjo Cardenal los interrogaba periódicamente al llamado de «Atención: pregunta»… Más allá de todo eso —que bien mirado, no es poco— muy poco más recuerdo de Si lo sé no vengo.

Si, por supuesto, exceptuamos la presencia de su presentador, un jovencísimo Jordi Hurtado que, casi 30 años después, aún sigue al pie del cañón, al frente del que hoy es el concurso más longevo de Televisión Española y tras el que, al igual que Si lo sé no vengo, se encuentra el director Sergi Schaaff.

Debido a que se conserva prácticamente tan joven como entonces, cuenta una leyenda urbana que Jordi Hurtado murió hace tiempo y que lo que hoy vemos es un holograma, un robot o una serie de secuencias grabadas antes de su muerte en las que componía todo tipo de frases a fin de que nadie notase su ausencia. Sin embargo, puedo certificar que es rotundamente falsa. Jordi Hurtado está vivito y coleando. Y, sí, su aspecto es tan juvenil como el que se ve en la tele. Algo que, sin duda, podemos achacar a la pasión y al buen humor con los que cada día se enfrentan a su trabajo tanto él como el resto del equipo que realizan Saber y Ganar desde hace ya casi 17 años.

Basta con observar durante tan solo un minuto la grabación del programa para saber que disfrutan con su trabajo. Quizá ese sea el secreto de la eterna juventud de este presentador incombustible, pero desgraciadamente mortal.

Si lo sé no vengo, Primer programa (Fragmento), 1985-1988.

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