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Hace unos meses, hablaba por aquí acerca de los valores que, en ocasiones, puede ayudar a inculcar en sus destinatarios la publicidad, con independencia —o a pesar— de que su finalidad primordial sea dar a conocer un producto y tratar de venderlo. En aquel entonces lo hacía al hilo de un mítico anuncio de Cola Cao en el que un niño que da sus primeros pasos en la cancha mira con admiración al jugador que le descubre los secretos del baloncesto.

Como se trata de una campaña que recuerdo con cierto cariño y, además, la vinculaba de alguna forma con la difusión de valores positivos, no quería acabar esta experiencia bloguera sin rescatar el otro anuncio que formaba parte de la misma. El que hace que ni tan siquiera pueda ser acusada de machista, porque ese afán de superación que subyace a toda iniciación se trasladaba a la niña que era ayudada por la patinadora a la que admiraba a dar sus primeras piruetas sobre la pista de hielo, para acabar ante «un gran tazón de Cola Cao lleno de energía y sabor» y la consabida pregunta «Tú tomas mucho Cola Cao, ¿verdad?». Vale que podrían haber buscado otros deportes. O poner a la chica a jugar al fútbol. Pero, entiéndanlo, para bien y para mal, eran los 80. No le podemos pedir más.

Y sí, reconozco que se me quedan muchos otros anuncios en el tintero y que hablar de este suena un poco a repetición —y que me perdonen Las Tacañonas—, pero, qué quieren que les diga, son mis recuerdos, esto se acaba y se merecía aparecer aquí. Y hacerlo casi al final.

Cola Cao, Tú tomas mucho Cola Cao, ¿verdad?.

Los años 80 enfilaban su recta final cuando Pippin, una adorable perra a la que su dueño, abducido por los rayos catódicos que emitía su televisor, ignoraba, se ganó la simpatía y el cariño de toda España al protagonizar una campaña de Televisión Española que buscaba enseñar a consumir contenidos audiovisuales con moderación. En ella, harta de que su joven dueño no le haga el menor caso y presa de una honda —y contagiosa— tristeza, Pippin decide hacer la maleta y marcharse de casa.

Y es que, tal y como decía el recordado Constantino Romero en uno de los dos anuncios que integraban la parte de esta iniciativa dirigida a los más jóvenes de la casa, «Si tu mejor amigo ya no quiere estar contigo, ¿no será que ves demasiado la televisión?». Una campaña que, desgraciadamente, hoy sería prácticamente imposible de desarrollar.

Por cierto, el éxito de Pippin fue tan grande que esa Navidad protagonizó otro anuncio institucional con el que TVE felicitó las fiestas a sus espectadores y en el que, al fin, recuperaba la alegría. Como verán, nada que ver con el odioso Pancho de la Primitiva.

TVE, Maleta (Aprenda a usar la televisión), 1988.

El personaje de Pumuki posiblemente encarnó lo que todos los niños de los años 80 hubiesen querido ser o, al menos, hacer. Porque este pequeño duende pelirrojo podía dedicarse —y se dedicaba— a perpetrar todo tipo de trastadas gracias a que poseía la facultad de permanecer invisible ante los ojos de cualquier ser humano. Bueno, de casi cualquier ser humano, porque desde el día en que quedó pegado a un bote de cola en el taller del señor Eder, el viejo carpintero no sólo se convirtió en la única persona capaz de ver a Pumuki, sino que ambos quedaron unidos para siempre por una complicada relación entre la amistad y la protección mutua.

Pese a que en la mayoría de los capítulos los planes de Pumuki no saliesen bien y tuviese que ser rescatado por el señor Eder, que acababa imponiéndole algún tipo de castigo, el travieso duende animado siempre fue un personaje muy querido por los seguidores de la serie que, posiblemente, no hacían más que proyectar sus anhelos y fantasías infantiles en un dibujo animado que interactuaba con seres humanos y presumía de ser colosal.

Pumuki, Créditos de apertura, 1982-1989.

No sé por qué, junto al subversivo vídeo que invitaba a los espectadores a leer, uno de los recuerdos más claros que conservo de La bola de cristal es el del spot protagonizado por un muchacho que, cargado con una enorme bolsa de deportes, llegaba a la cancha dispuesto a encarnar todos los roles necesarios para disputar un partido de fútbol.

Sin embargo, tras unos agobiantes minutos en medio de las burlas de sus compañeros, la tozuda realidad le demostraba que «solo no puedes, con amigos sí», por lo que acababa pidiendo la colaboración de los que hasta entonces habían sido unos meros espectadores, en un claro ejemplo de lo valiosas que son la amistad y el compañerismo.

La bola de cristal, Spot Solo no puedes, con amigos sí, 1986.

Sé muy bien que el objetivo de la publicidad es poner de manifiesto una necesidad —o crearla— y mover a los consumidores a que adquieran un determinado bien o servicio. El de la empresa que se anuncia y no el de la competencia. Sin embargo, esa finalidad mercantilista no tiene por qué estar reñida con la presentación de valores positivos, aunque en el fondo su inclusión no sea más que otro intento de manipular al consumidor.

Pero, puestos a ser manipulados, prefiero seguir viendo a aquel niño que mira con ojos asombrados al jugador de baloncesto que le ayuda a dar sus primeros pasos en la cancha que al que asegura que sus zapatillas no saldrán de su cuarto porque lo dice él. Y es que la mejor publicidad de Cola Cao, sigue siendo la de los años 80.

Cola Cao, Tú tomas mucho Cola Cao, ¿verdad?.

La mezcla entre western y musical es algo que siempre me ha llamado mucho la atención, algo que achaco a la influencia de películas como Siete novias para siete hermanos y, sobre todo, La leyenda de la ciudad sin nombre y el mítico tema Wand’rin’ star. Por eso, y pese a que el oeste no es uno de mis temas cinematográficos favoritos, siempre me parecieron muy curiosas las innumerables escenas que, ambientadas, en ese tipo de escenarios protagonizaban los muppets que aparecían en Barrio Sésamo.

Desde las inolvidables discusiones de un Coco convertido en cowboy con la deslenguada Jaca Paca, hasta este número musical que narra la historia de la transformación de aquella ciudad a la que llamaban Peste. Inculcando civismo. Una vez más.

Barrio Sésamo, La ciudad que se llamaba Peste, c. 1984.

«Mofli tiene sueño
Mofli se ha dormido
Mofli tiene miedo
Mofli está escondido
Mofli esperando
Mofli está contento
Quiere ser tu amigo
y jugar contigo»

Es posible que esta serie de animación producida por Televisión Española haya contribuido mucho más que cualquier otro programa —y me atrevería a decir que cualquier otro medio de divulgación— a difundir esa imagen de animalito tierno y perezoso de la que gozan los koalas, gracias a la invención de Mofli, el último superviviente de esa especie que, allá por los comienzos del —en aquel entonces— aparentemente lejano siglo XXI, trataba de escapar de unos cazadores furtivos gracias a la ayuda de sus pequeños amigos humanos.

Sin embargo, tras haber leído el hilarante cuento del escritor australiano Kenneth Cook El koala asesino, empiezo a temerme que todo lo que contaba la serie acerca de Mofli —y, por extensión, los koalas— era mentira. Porque, al parecer, las apariencias engañan y el koala es, en realidad, un fiero animal escondido bajo la apariencia de un osito de peluche. Y, sinceramente, no estoy dispuesto a comprobar si es verdad.

Mofli, el último koala, Créditos de apertura, 1986.

Ahora que, como dirían esas injustamente olvidadas filósofas de la calle llamadas Sonia y Selena, llega el calor y los chicos se enamoran, conviene recordar un anuncio que, allá por 1990, no dejó indiferente a nadie.

Probablemente porque fue la primera campaña para concienciar sobre la importancia del uso del preservativo para prevenir las enfermedades de transmisión sexual y los embarazos no deseados dirigida específicamente a los jóvenes. O, tal vez, porque su eslogan se ha convertido en un clásico inolvidable. Pero el caso es que esta campaña conjunta de los Ministerios de Sanidad y Consumo y Asuntos Sociales es ampliamente recordada más de 20 años después de su emisión.

Y, por supuesto, su mensaje: «Póntelo. Pónselo». No lo olviden.

Ministerios de Sanidad y Consumo y Asuntos Sociales, Póntelo. Pónselo, 1990.

¿Imaginan un programa de televisión de hoy en día invitando a los niños a apagar ese diabólico aparato para que lean un libro, bajo pena de convertirse en un rebaño de ovejas? Yo tampoco. Esas cosas sólo eran posibles, mucho me temo, en el reino de libertad de La bola de cristal.

La bola de cristal, Lee, 1986.

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