Tras 365 días de recuerdos, hoy, el que hace el número 366, en esta bitácora toca sintonizar la carta de ajuste. Porque, sí, tras un intenso año sin faltar ni un solo día a su cita, Aquellos Maravillosos Años llega a su fin. O, quizás, no.

Hace un año, me planteé esta experiencia como un doble reto. Por una parte, quería saber si sería capaz de mantener la disciplina necesaria para escribir una entrada diaria durante doce meses. Por otra, si podría hacer aflorar tantos recuerdos televisivos como días iba a necesitar para llevar a buen puerto este proyecto. El primero de los objetivos, a la vista está, ha sido cumplido con creces, aunque, como ya he venido avanzando estos últimos días, alcanzarlo ha resultado una experiencia muy intensa.

Mentiría si dijera que no hubo días en los que ninguno de los temas que tenía previstos me inspiraba. O que no me vi agobiado aquellas veces en que por culpa de otras obligaciones sólo podía sentarme a las tantas de la madrugada a escribir la entrada del día siguiente. O cuando tuve que adelantar las entradas de toda una semana completa porque me iba de viaje —Granada, Londres, Barcelona, Madrid— y no estaba dispuesto a dejar que esa ausencia acabara con el objetivo final: 365 entradas en 365 días.

Otras veces, en cambio, me sentía tan cómodo que era capaz de escribir dos o tres reflexiones con sus correspondientes fotos o vídeos del tirón, llenando una nevera que en más de una ocasión salvó el buen fin de este proyecto.

Quizá por ello, he terminado este año con una sensación agridulce. Cansado por el esfuerzo, pero muy satisfecho de haber logrado el objetivo y, a la vez, triste por haberlo concluido. Porque, en lo que respecta al segundo reto que suponía esta bitácora, no sólo, logré plasmar 365 recuerdos, sino que muchos más que me habría encantado tratar se me quedan en el tintero. En la lista en la que iba anotándolos tengo 80, pero en mi cabeza hay muchos más.

En los últimos dos o tres meses me he llevado la sorpresa de que varios lectores me han pedido tanto por correo electrónico como en persona que siga con el blog más allá del año. Que no lo limite a 365 entradas —366 con esta, que estaba prevista desde el principio—. A pesar de que la sugerencia —y el efecto que estos textos profundamente paranoicos ha podido causar en los lectores— me sorprendió, mi respuesta siempre ha sido negativa. Esta bitácora tenía una misión que cumplir y ya la ha cumplido. Sin embargo, tengo al menos 80 temas de los que me habría gustado escribir y no he podido. Y eso también me incomoda. Además, estoy agotado y no podría aguantar este ritmo otro año.

Pero tengo al menos 80 temas de los que me habría gustado escribir y no he podido.

Así que, tras mucho pensar, hace un par de semanas, mientras corría —que es cuando me suceden este tipo de cosas últimamente— sufrí una revelación. Y ahora, un año después de empezar esta aventura, vuelvo a estar como un niño con zapatos nuevos en el día de mi cumpleaños. Porque este año he decidido regalarme una versión semanal de Aquellos Maravillosos Años, en forma de columna dominical en Un canario en Madrid.

Si todo va como está previsto, el debut de Aquellos Maravillosos Años reconvertido en sección de mi blog de toda la vida tendrá lugar el próximo domingo 3 de marzo 6 de abril. Hasta entonces, no se me ocurre un vídeo mejor para decir adiós a Aquellos Maravillosos Años que la despedida y cierre con la que cada noche, y hasta bien entrados los noventa, Televisión Española finalizaba su emisión.

A partir de ahora, disfruten de la carta de ajuste. Mis recuerdos de los 80 y yo les esperamos en otro canal.

TVE, Despedida y cierre, 1987.

«Te sientes bien
Estás muy bien
Puedes llegar
Inténtalo, te vamos a ayudar»

Hoy se cumplen 365 días desde que comencé con este proyecto. Un tiempo en el que no he faltado ni una sola vez a la cita diaria con esta bitácora que inicié hace justo un año. Y, ahora que hemos llegado al final, no se me ocurre una canción con la que pueda sentirme más identificado en estos momentos que la segunda parte de que servía de sintonía a aquellos míticos anuncios con los que Gillette recuperó la hegemonía en el mercado del afeitado masculino.

Porque, después de afirmar los valores familiares asegurando que de padres a hijos seguían un rumbo fijo, lo suyo era reforzar la parte competitiva recordándote que en todo lo que emprendes tú eres el mejor. Y no sé si esa afirmación será verdad, pero hoy, que esta aventura —a falta del epílogo que pueda llegar mañana— alcanza su final, sólo se que, tal y como dice la canción, me siento bien. Estoy muy bien. Pude llegar. Que el anuncio hiciera que todos los niños de entonces —inconscientes que éramos— deseáramos alcanzar la edad suficiente para poder afeitarnos es lo de menos.

Reto superado. Felicidad.

Gillette, Lo mejor para el hombre, c. 1989.

«Un día cualquiera no sabes qué hora es,
Te acuestas a mi lado sin saber por qué.
Las calles mojadas te han visto crecer
Y tú en tu corazón estás llorando otra vez.

Me asomo a la ventana eres la chica de ayer,
Jugando con las flores en mi jardín»

Su letra no es nada del otro mundo y técnicamente no debería formar parte de la década —fue compuesta en 1977 y publicada en 1980—, pero sin embargo, con el paso de los años se ha convertido en el himno por aclamación de los años 80. Ha sido versionada decenas de veces y extraño es el lugar o recopilación donde se escuchen éxitos del pop español de la época y no ocupe un lugar destacado.

Porque, de los cientos de éxitos musicales que surgieron en esa década —y muchos de ellos ya pasaron por aquí— ninguno representa tan bien el recuerdo romántico e idealizado de esa época como la composición del desaparecido Antonio Vega que, tras con tan sólo una canción logró marcar de por vida a toda una generación.

Por eso, y porque ninguna otra canción define tan bien lo que fueron los años 80 es de total justicia —y no podría haber sido de otra forma—cerrar el apartado musical de esta bitácora con unos versos que son desde 1980 un auténtico himno capaz de emocionarnos una y otra vez. «Me asomo a la ventana eres la chica de ayer, jugando con las flores en mi jardín. Demasiado tarde para comprender, chica vete a tu casa no podemos jugar».

Nacha Pop, Chica de ayer, 1980.

A priori, una serie protagonizada por un extraterrestre peludo y bajito con pinta de oso hormiguero, cascarrabias, bromista, malhablado y con cierta afición a comer gatos no parece reunir los requisitos necesarios para convertirse en un referente televisivo de su época. Sobre todo si se emite, como creo recordar, dentro de Cajón desastre, los sábados por la mañana.

Y, sin embargo, eso fue lo que ocurrió con Alf, aquel entrañable —aunque no lo fuera— alienígena procedente del desaparecido planeta Melmac que se quedó a vivir con los Tanner después de estrellarse con su nave espacial en el garaje de la familia terrícola. Durante cuatro años fuimos testigos de cómo el bajito extraterrestre perpetraba toda clase de travesuras —su «Era una broma, Willie» es todo un clásico en las disculpas televisivas—, muchas de ellas sin intención, mientras intentaba merendarse a la mascota de la familia y trataba de evitar ser descubierto por agentes del Gobierno o la cotilla vecina de al lado que en España fue bautizada como Raquel Armonía.

Posiblemente hoy, el éxito de ALF sería imposible de repetir, pero, a finales de los 80 arrasaba. Tanto, que todavía hoy su sintonía es una de las más recordadas de la época. Eso y el hecho de que el gato Lucky jamás sabrá la suerte que tuvo.

ALF, Créditos de apertura, 1986-1990.

Ahora que este experimento bloguero se acerca peligrosamente a su final, ha llegado la hora de hacer una pequeña confesión relacionada con Barrio Sésamo, una frustración personal que siempre he llevado conmigo y que, tal vez, este reconocimiento —más o menos— público ayude a mitigar de una vez por todas. Para ello, tenemos que retrotraernos a las primeras emisiones del programa, antes de sus innumerables reposiciones, cuando aún me encontraba en esa temprana edad en la que los límites entre realidad y ficción se encuentran todavía confusos y uno lucha internamente por evitar que terminen de dibujarse.

En ese contexto, una de las habituales canciones con las que concluían la mayor parte de los episodios invitaba a los pequeños espectadores a visitar el barrio para jugar y vivir toda clase de aventuras junto sus conocidos habitantes. Y, en aquellos momentos, con toda mi inocencia soñaba con poder trasladarme hasta la plaza para compartir algún juguete con Espinete o con Don Pimpón. Porque si Ruth y Roberto, que también eran niños de carne y hueso podían, ¿por qué yo no?

Porque, en el fondo, y como ya decía la canción, eso era el Barrio Sésamo. El hogar de la imaginación. Ni más ni menos.

Barrio Sésamo, Todos los del Barrio, c. 1984.

«Algo se muere en el alma
Cuando un amigo se va
Y va dejando una huella
Que no se puede borrar»

El 7 de febrero de 1982, si no he errado en la fecha, millones de españoles asistieron conmocionados a la muerte de Chanquete en el penúltimo episodio de Verano Azul, serie que en su primera emisión había alcanzado el éxito que la ha llevado a ser una de las más repetidas de la historia de la televisión en España hasta la llegada de los canales secundarios de la TDT.

Posiblemente, el del 7 de febrero de 1982 fue el episodio más emotivo de toda la serie. Y el más triste. El que, en unas secuencias inolvidables, convirtió las Sevillanas del Adiós de Los amigos de Ginés en una canción unida para toda la vida a la memoria colectiva de todo un país. Porque la muerte de Chanquete no fue un duro golpe sólo para los protagonistas de la serie, sino que fue sentido como propio por casi todos sus seguidores.

Desde el 7 de febrero de 1982, aquel estribillo —«No te vayas todavía, no te vayas por favor. No te vayas todavía, que hasta la guitarra mía llora cuando dice adiós»—, con toda su carga simbólica, estará siempre ligado a la magistral serie de Antonio Mercero. A la despedida de Chanquete. Y nos seguirá poniendo la piel de gallina cada vez que lo escuchemos. Y que veamos esas secuencias.

Verano Azul, Algo se muere en el alma (Fragmento), 1981.

«Nadie más tiene olfato para dar con el ladrón
O atrapar a un malvado criminal.
Al caso más difícil puede dar la solución,
Pregunta, investiga, es astuto y sagaz.

Es un detective de lo más singular
Sigue cualquier pista, hasta dar en el clavo
Sherlock holmes es el único y genial
Sherlock holmes como él no hay otro igual»

La serie que traigo hoy probablemente es una de las que con más cariño recuerdo, posiblemente porque constituyó mi primer acercamiento al personaje de Sherlock Holmes, a través de un universo animado y poblado por unos entrañables perros antopomorfizados —toda una tendencia en los años 80— que vivían toda clase de trepidantes y fantásticas aventuras.

Las estrellas de esta coproducción italo-japonesa de estilo victoriano con toques de estética steampunk, como los vehículos de vapor en los que se movían los personajes, eran, sin lugar a dudas el espigado e inteligente Sherlock Holmes y su inseparable Watson quienes, con la ayuda de la joven y resuelta señora Hudson, desbarataban un y otra vez los planes del doctor Moriarty y sus patosos secuaces, para desesperación del incompetente inspector Lestrade, incapaz de resolver ningún caso sin la ayuda de nuestro entrañable detective.

Con tan solo 26 episodios y una banda sonora que todavía hoy soy capaz de cantar de memoria, mi devoción por esta serie sobrevivió al descubrimiento del verdadero carácter y personalidad del Sherlock Holmes literario y, sobre todo, a la decepción de descubrir que en sus libros se movía en coche de caballos y no en su extraño vehículo a vapor.

Sólo por haber sobrevivido a esa prueba, Sherlock Holmes se merece el honor de cerrar el apartado de series de animación en esta bitácora.

Pero, por suerte, sus méritos son muchos más. Si alguna vez se la cruzan en la programación, no duden en verla. La disfrutarán.

Sherlock Holmes, Créditos de apertura, 1984-1985.

Durante los años 80, Televisión Española incluyó en su programación vespertina infantil y juvenil una serie de contenidos llegados desde prácticamente todas partes de Europa y que abarcaban desde documentales producidos bajo el paraguas —nunca mejor dicho, porque ese era el logotipo que presentaban— de la UER, hasta producciones rodadas en países del bloque comunista. A finales de la década, incluso, se llegó a emitir un programa contenedor cuya existencia no recordaba y que he redescubierto hace poco, que bajo el título de La linterna mágica buscaba fomentar el interés de los menores por el cine, a través de la emisión de cortometrajes europeos, ya fueran de imagen real o de animación rusa y checoslovaca, documentales de carácter cinematográfico, películas o miniseries.

Fue la época en la que se programaron también series como la alemana Ravioli, la germano-polaca Los niños del molino del valle, la danesa Cuando Lotte se volvió invisible y una, cuyo título soy incapaz de recordar, que narraba las peripecias de un grupo de personas llegados desde el futuro a bordo de un Niva para buscar el cuarto cuaderno escrito por un eminente científico su época —y adolescente en la actual— que contenía la clave para evitar la destrucción del planeta y, casi con total seguridad, se desarrollaba en un país de la Europa del Este.

Pero, quizá, la serie más emblemática de esa época fue La tía de Frankenstein, una coproducción de televisiones de cinco países —entre ellas TVE— emitida dentro de La linterna mágica y que contaba con la presencia de los españoles Sancho Gracia y Mercedes Sampietro. La serie, de apenas siete episodios, narraba las peripecias de un nieto del doctor Frankenstein que recibía la visita de su tía justo cuando trataba de emular los pasos de su abuelo, dando vida a su propia creación.

Los intentos de la tía por cambiar el estilo de su sobrino, ayudada por una serie de personajes sobrenaturales que viven en el castillo, unidos a la obsesión de un aldeano empeñado en detener a los miembros de la familia Frankenstein son los ingredientes para dar el necesario toque de humor absurdo a esta serie de la que apenas recuerdo mucho más que unos cuantos flashes. Pero bastan y sobran para que siga durante muchos años más en la memoria colectiva.

La tía de Frankenstein, Créditos de apertura, 1987.

Hace unos meses, hablaba por aquí acerca de los valores que, en ocasiones, puede ayudar a inculcar en sus destinatarios la publicidad, con independencia —o a pesar— de que su finalidad primordial sea dar a conocer un producto y tratar de venderlo. En aquel entonces lo hacía al hilo de un mítico anuncio de Cola Cao en el que un niño que da sus primeros pasos en la cancha mira con admiración al jugador que le descubre los secretos del baloncesto.

Como se trata de una campaña que recuerdo con cierto cariño y, además, la vinculaba de alguna forma con la difusión de valores positivos, no quería acabar esta experiencia bloguera sin rescatar el otro anuncio que formaba parte de la misma. El que hace que ni tan siquiera pueda ser acusada de machista, porque ese afán de superación que subyace a toda iniciación se trasladaba a la niña que era ayudada por la patinadora a la que admiraba a dar sus primeras piruetas sobre la pista de hielo, para acabar ante «un gran tazón de Cola Cao lleno de energía y sabor» y la consabida pregunta «Tú tomas mucho Cola Cao, ¿verdad?». Vale que podrían haber buscado otros deportes. O poner a la chica a jugar al fútbol. Pero, entiéndanlo, para bien y para mal, eran los 80. No le podemos pedir más.

Y sí, reconozco que se me quedan muchos otros anuncios en el tintero y que hablar de este suena un poco a repetición —y que me perdonen Las Tacañonas—, pero, qué quieren que les diga, son mis recuerdos, esto se acaba y se merecía aparecer aquí. Y hacerlo casi al final.

Cola Cao, Tú tomas mucho Cola Cao, ¿verdad?.

«Gloria, faltas en el aire,
Faltas en el cielo,
Quémame en tu fuego,
Fúndeme la nieve
Que congela mi pecho,
Te espero, Gloria»

Durante los primeros meses de vida de esta bitácora aparecieron por aquí unos cuantos temas italianos que triunfaron en los años 80 y cuyo recuerdo aún sigue asaltándome de vez en cuando. La popularidad que alcanzó la música italiana en aquella época —unida a la gran cantidad de recuerdos musicales, en general, que guardo de aquellos años— ha hecho que se me queden muchas canciones en el tintero. Sin embargo, no quiero cerrar esta aventura sin volver a traer hasta aquí a Umberto Tozzi y el que probablemente sea su éxito más conocido. O, al menos, el que más me marcó en mi infancia gracias a una inapropiada versión de Parchís.

Aunque no sea más liviana y sutil como la gomaespuma, esa inigualable declaración de amor que es Gloria bien se lo merece.

Umberto Tozzi, Gloria, 1979.